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Augsburgo era como hojear un libro antiguo donde la emoción te embarga en cada página que pasamos
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Corría el año 15 a.C. cuando el comandante de las legiones romanas Nero Claudius Drusus, hijo de Livia Drusila y Tiberio Claudio Nerón, hijastro del emperador Augusto y hermano del futuro emperador Tiberio, montó un campamento militar en la confluencia de los ríos Lech y Wertach, en la región de la tribu celta de los vindilicios, que después sería la colonia romana de Augusta Vindelicorum. Hacia el 120 d.C. se había convertido en la capital de la provincia romana de Raetia con un importante desarrollo económico y comercial gracias a su estratégica ubicación en la Vía Claudia que comunicaba Germania con Roma. Hoy es una de las ciudades más antiguas de Alemania, cuenta con más de 250.000 habitantes, está declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y, según escribió Stendhal, es “una ciudad que respira orgullo discreto, como una dama de buena familia que no necesita adornos para demostrar su nobleza."
La historia de esta ciudad es verdaderamente fascinante. Una historia en la que el debate siempre giró entre lo divino y lo humano, entre la religión y el dinero. En la Edad Media fue elevada a la categoría de ciudad libre imperial, un título que le garantizaba autonomía frente a los príncipes y obispos y que marcaría profundamente su destino. Augsburgo no fue nunca una ciudad de señores feudales, sino de comerciantes, artesanos y ciudadanos con aspiraciones propias.
Augsburgo está definida por una familia: los Fugger. En el siglo XV, esta familia de banqueros convirtió la ciudad en el centro financiero de Europa. Mientras las coronas de media Europa pedían préstamos, Jakob Fugger “el Rico”, acumulaba un poder que rivalizaba con el de los emperadores. Financiaron guerras, coronaciones e incluso el ascenso de Carlos V al trono del Sacro Imperio. La relación con nuestro emperador fue harto importante, ya que su dinero fue clave para sostener las costosas campañas militares del monarca, especialmente las Guerras de Italia y la lucha contra el Imperio Otomano. A cambio, los Fugger obtuvieron privilegios comerciales y acceso a contratos lucrativos en España, consolidándose como uno de los principales poderes financieros de la época. Huella patente de ello es el Palacio de los Fúcares (Fuggers) en Almagro. Paralelamente, junto a la acumulación de poder y riquezas, Jakob Fugger tuvo iniciativas sociales que aún perduran y son emblemáticas en la ciudad.
La ciudad también jugó un papel central en una de las mayores convulsiones de la historia europea: la Reforma protestante. En 1530, en el Reichstag (Asamblea de representantes del Sacro Imperio Romano-Germánico) celebrado allí, se presentó la “Confesión de Augsburgo”, escrita bajo la batuta de Lutero. Era una declaración de principios protestantes, y su eco fue tan potente que, un cuarto de siglo después, en 1555, tuvo que firmarse, en la misma ciudad, “La Paz de Augsburgo”, que permitió a cada gobernante elegir la religión de su territorio: católica o luterana. Fue una solución pragmática en una Europa desgarrada, y un reflejo del carácter negociador de la ciudad.
Augsburgo vivió también tiempos oscuros: sufrió los estragos de la Guerra de los Treinta Años, los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y los vaivenes de la industrialización. Pero nunca perdió su esencia.
Pasear por Augsburgo es como hojear un libro antiguo, de esos que tienen el lomo gastado y las páginas descoloridas con olor a historia. La ciudad seduce con sutileza.
Cada calle empedrada parece conservar ecos de pasos ilustres, desde mercaderes renacentistas hasta obreros textiles, monjes, artistas o estudiantes con libros bajo el brazo. La ciudad se despliega como un manuscrito medieval: ilustrado, paciente, denso de significados. El centro histórico, compacto pero lleno de matices, está tejido por calles empedradas que huelen a pan recién hecho por las mañanas y a cerveza por las tardes.
En la Rathausplatz, en cuyo centro luce la estatua del emperador Augusto (de 1575), la fachada severa del Ayuntamiento impone con su clasicismo renacentista. Subiendo a la torre Perlachturm, románica (s. XII) de 70 metros de altura, que se alza sobre la fachada de la iglesia barroca de St. Peter, la vista es una coreografía de tejados ocres y canales que serpentean susurrando encantos. Percibimos desde allí que el agua es parte del hechizo de Augsburg. No sólo corre por debajo de la ciudad, la atraviesa con elegancia a través de cientos de puentes, acequias, norias y canales. Y no es un detalle pintoresco, sino que fue clave en la historia de una ciudad que supo canalizar el agua para mover molinos, abastecer talleres y, hoy, adornar plazas. Su sistema hidráulico, que es tan bello como funcional, está declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La belleza de lo útil, que diría Stuart Mill.
Otra de las señas de identidad de la ciudad, ligada a la familia Fugger, es la Fuggerei, una mini-ciudad dentro de la ciudad. Casas bajas, jardines cuidados, puertas de madera, y una capilla pequeña al fondo. Fue el primer conjunto de viviendas sociales del mundo. Aquí aún viven personas que pagan menos de un euro al año, con la única condición de rezar tres veces al día por el alma del fundador Jakob Fugger. No hay gesto más elocuente que defina al Renacimiento alemán: la mezcla entre poder económico, caridad cristiana y sentido comunitario.
Decíamos que pasear por Augsburgo era como hojear un libro antiguo y la emoción embarga cuando cada página que pasamos nos ofrece una joya del tesoro europeo. La iglesia protestante de Sta. Anna, históricamente significativa por su vínculo con Martín Lutero que se hospedó en su convento en 1518, destaca por su arquitectura gótica y renacentista. Alberga la Fuggerkapelle (Capilla de Fugger), una obra maestra y un bello ejemplo del Renacimiento temprano alemán. St. Moritz, una de las iglesias más antiguas de Augsburgo, fue originalmente románica y después reformada varias veces, la última combina lo antiguo con lo contemporáneo, creando un espacio espiritual muy sobrio y minimalista. Varias páginas de la ciudad la componen el llamado Kunstsammlungen Augsburg que agrupa varios museos y galerías de arte que albergan colecciones de obras de arte que abarcan desde la Edad Media hasta la época moderna. Entre ellas cabe destacar la Staatsgalerie im Schaezlerpalais, ubicada en un palacio rococó que contiene una colección excepcional de pintura barroca alemana y europea (siglos XVII y XVIII) con obras de artistas como Tiepolo, Rubens o Van Dyck.
En otro capítulo nos encontramos con St. Ulrich und Afra, una imponente basílica de estilo gótico que son dos iglesias hermanadas, una católica, St. Ultrich, y otra protestante, St. Afra. Todo un símbolo del ecumenismo tras un pasado religioso muy complejo. Ambos santos son patronos de Augsburgo. Pero las páginas, para mí, más emocionantes fueron, el Römisches Museum (Museo Romano de Ausburgo) y la Hoher Dom (la catedral). En el primero podemos contemplar los vestigios de su fundación, el legado de la que fue Augusta Vindelicorum. Está albergado en la antigua iglesia gótica de Sta. Magdalena (s. XVI). Allí se exhiben mosaicos, esculturas, joyas, herramientas y objetos cotidianos que nos dan a conocer como vivían las tribus celtas de la región y los romanos que las conquistaron. Y la Hoher Dom, construida entre los siglos X al XV, se alza, majestuosa y solemne, como una plegaria de piedra al cielo.
Sus torres románicas custodian joyas, como sus puertas de bronce, la sillería del coro o las vidrieras del s. XI. En su interior, el gótico reluce en sus arcos elevados y el silencio se vuelve sagrado al contemplar el altar mayor, regalado por el emperador Otón I, según la leyenda, en señal de gratitud tras su victoria en la Batalla de Lechfeld (año 955) que marcó el destino de Europa frente a las invasiones magiares. Así, cada piedra del Dom susurra no solo plegarias, sino batallas, imperios y eternidad.
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