Crítica de teatro

'La casa de Sorora', una sociedad retratada

Las actrices Carmen Baquero, en primer plano, y Ana Janer en 'La casa de Sorora'.

Las actrices Carmen Baquero, en primer plano, y Ana Janer en 'La casa de Sorora'. / Teatro Echegaray

En una sociedad inmunizada ante el sufrimiento ajeno, el dolor de una mujer se reduce a un simple número, sin nombres ni apellidos, que rápidamente asciende a las portadas para luego desvanecerse en el olvido. La casa de Sorora escenificó, en el Teatro Echegaray, una potente metáfora que ahonda en la importancia de la unión entre mujeres como el punto de partida esencial para poner fin a la cosificación. La obra nos insta a reconocer la individualidad detrás de cada experiencia de dolor y a abandonar la práctica de sumar retratos a un infame álbum de fotos.

La producción número cincuenta de Factoría Echegaray, escrita y dirigida por David Mena, nos enfrenta a una de las muchas historias que se esconden tras una puerta cerrada en cualquiera de los bloques urbanos. El montaje, es un espejo de una realidad difícil de tragar, la deshumanización de la mujer por parte del hombre, o para ser más justos, por la parte más tóxica de la masculinidad. Una propuesta poética, que utiliza la metáfora de la gentrificación para ahondar en una herida profunda de la sociedad española, ese incesante goteo de muertes al que, lamentablemente, nos hemos habituado.

Un destartalado y descuidado piso, apenas sosteniéndose en pie, se erige como el marco que alberga el desarrollo de esta historia. En sí mismo, este espacio es una metáfora de la obra misma. La propuesta escénica de David Mena adopta un enfoque simbolista, un lenguaje en el que el director se mueve con fluidez, dejando escaso margen para la confusión que pueda apartarte del universo que meticulosamente ha construido. Mena disfruta jugando con el significante y el significado. Nada es porque sí, pero puede serlo todo a la vez.

Una mención especial se reserva para la brillante iluminación de Garikoitz Lariz, actor de profesión que ha encontrado en la iluminación un camino de expresión escénica apasionante. La propuesta despliega una paleta de códigos de color que envuelve al espectador en una atmósfera precisa, realizando un uso interesante de las sombras y seleccionando cuidadosamente lo que se revela y lo que se oculta al público. En una época donde los diseños lumínicos tienden a sobreiluminar, resulta refrescante sumergirse en una propuesta que abraza la oscuridad con medida, permitiendo finalmente disfrutar de la expresividad de la luz.

Carmen Baquero y Ana Janer dan vida a un texto hermoso. Ambas actrices logran converger en un punto común trabajando de maneras muy distintas. Carmen Baquero, demuestra porqué es un referente de la interpretación malagueña, construye su personaje desde lo racional, demostrando un dominio absoluto, como si conociera al personaje personalmente, manteniéndose siempre en la justa medida que la escena requiere.

Por su parte, Ana Janer alcanza el mismo punto desde la libertad y la construcción física. Estamos frente a una actriz inquieta, siempre buscando cosas nuevas, proporcionando una autenticidad que se agradece en el teatro; la sensación de que el personaje está experimentando por primera vez lo que ocurre en escena. A medida que se sucedan las representaciones, la complicidad entre ambas actrices contribuirá a que el espectáculo crezca aún más.

David Mena dijo que "El calado poético de este espectáculo reside precisamente en situar al espectador en una constante comparativa entre la especulación de un bien inmueble con la especulación de una mujer cosificada", y a fe que lo consigue, especialmente en la primera mitad. Luego, a medida que avanza el espectáculo, la evolución revela una profundidad poética que transforma la percepción del público, llevándolo a reflexionar más allá de la mera analogía inicial y sumergiéndolo en las capas más sutiles de la narrativa.

La Casa de Sorora es una osada apuesta simbolista, con un mensaje conmovedor: la imperante necesidad de comprender que la unión entre mujeres constituye el primer y esencial paso hacia la erradicación de la masculinidad tóxica. La obra desafía la tendencia de reducir a las víctimas a meros números en medio de la tragedia, abogando por un cambio radical en nuestra percepción. Detrás de cada fachada reside una mujer con un nombre y apellidos, una identidad que reclama ser reconocida, y no ser reducidas a estadísticas frías. La trama nos invita a entender la sororidad como un lugar donde las mujeres se unan para luchar juntas contra las manadas de lobos, y dejar de ser un retrato más; un número más.

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