Cris, pequeña valiente | Crítica

Historia personal del tránsito

Representación de 'Cris, pequeña valiente' en el Teatro del Soho.

Representación de 'Cris, pequeña valiente' en el Teatro del Soho. / Javier Albiñana

Lo primero que llama la atención de Cris, pequeña valiente respecto a los anteriores trabajos de El Espejo Negro es su mayor recogimiento, su resolución, digamos, menos espectacular: nada del pelotazo escénico de Espejismo, ni del festín de estímulos de Esputo Cabaret. Incluso en otra obra de corte familiar como Óscar, el niño dormido, servida casi en un susurro, en una resolución a flor de piel, el despliegue técnico armaba una fantasía hipnótica de muy largo alcance. Para contar la historia de Cris, Ángel Calvente ha optado por un escenario de dimensiones más reducidas y concretas, en torno al límite reconocible de una pantalla donde se suceden proyecciones e intervenciones en directo, aunque con la eficacia y el encantamiento de siempre. O más, incluso, todavía: los recursos de luz y sonido, el desfile apabullante de marionetas y la limpieza proverbial y admirable de la ejecución son las de siempre, pero servidos en un formato más discreto, más portátil, más desde una invitación al juego y no tanto a la admiración. Y, con ello, Calvente vuelve a hacer un alarde de sabiduría escénica del que sólo él es capaz.

Porque en Cris, pequeña valiente, la narración hila mucho más fino que de costumbre. La obra recorre las desventuras de una niña transexual con una atención a los detalles tan esmerada que delata tanta inteligencia en la mirada como corazón en el pecho. De entrada, el montaje recuerda que cada niño y cada niña lo son a su manera: no hay ningún ánimo de representatividad ni intención alguna de hacer bandera, sino, como corresponde al teatro, al mejor teatro, el empeño en llevar al público a la piel del otro en una historia personal con nombres y apellidos. La destreza de Calvente en el plano textual a la hora de recrear el ambiente familiar de Cris, la evolución de los padres a la hora de aceptar y gestionar la identidad de su hija, la complicidad de la hermana, con sus sombras y luces; así como el mundo propiamente infantil, con su belleza y su crueldad, la incomprensión y la intolerancia pero también el destello de esperanza que late en la amistad, es de una sensibilidad pasmosa, ciertamente rara de encontrar en la escena nacional, donde el trazo grueso y bruto es todavía, en muchos casos, norma común. Y sí, este caudal de emociones, a través del cual el público, grande y pequeño, público a secas, acompaña a Cris en su tránsito hasta el reconocimiento general de su identidad, funciona, y de qué manera, en esa distancia más corta, en el espacio preciso que evoca el mismo origen del teatro de títeres.

Mención aparte merece el trabajo en la manipulación de Cristina Jiménez, Yolanda Valle y Carlos Cuadros, soberbio, bien engrasado y de enorme generosidad. Los fans de El Espejo Negro se lo pasarán en grande con el número de Lady Gaga; pero todo el mundo debería conocer la historia de Cris.

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