Crítica | Viejo amigo Cicerón

Ejemplaridad y pedagogía

José María Pou, en 'Viejo amigo Cicerón'.

José María Pou, en 'Viejo amigo Cicerón'. / M. H.

Invocaba Mario Gas a Bertolt Brecht a cuenta de Viejo amigo Cicerón “aunque no sea un precisamente un autor muy reivindicado hoy día”. Y lo hacía por aquello del empeño en instruir deleitando, justo a la manera de los clásicos. La máxima cristaliza de manera vehemente en este juguete escénico que, a pesar de su imponente escenografía en la que queda recreada una biblioteca de hechuras añejas, se resuelve de manera discreta, sin alharacas ni golpes de efecto, en una vocación de bolsillo que permite al espectador llevarse la propuesta a casa casi sin darse cuenta. Justo ahí, en los momentos más conscientemente dirigidos al teatro de cámara, es donde Viejo amigo Cicerón surte sus mejores efectos y donde con más fortuna resuelve su condición de juguete. Venía a cuento lo de Bertolt Brecht porque es razonable pensar que al dramaturgo alemán le habría gustado esta exploración en el teatro como mímesis lúdica, por la que tres personajes anónimos terminan siendo los principales protagonistas de la Historia, porque sí, sin más motivos que el mismo juego. Y habría dado su aprobación formal, o eso querría pensar uno, porque el invento en cuestión propone una versión portátil, elocuente y a la vez serena, del teatro épico, con similares alcances en cuanto a intención pedagógica. Se trata, sí, de hacer visibles los puentes entre historia e Historia, entre el mundo reconocible por el espectador y sus cimientos, hoy anegados pero admirablemente rescatados en el juego. Ya puestos, también podemos imaginar a Brecht perdonando la ruptura de la cuarta pared (flamante, limpia, bien curtida, excelente justo en la resolución didáctica del discurso) que de vez en cuando provoca el Cicerón interpretado por José María Pou para dirigirse directamente al público. Comprenderán ustedes, ya me dirán, que hablamos de Pou; y que cuando Pou vulnera las reglas para advertir al público de que la posteridad escrita en piedra no vale nada, por ejemplo, ahí no hay más remedio que entregar todas las cucharas. El deleite, desde luego, se crece gustoso.

Cuando Pou vulnera las reglas del teatro épico, sólo cabe entregar todas las cucharas

Más dudas arroja el recurso shakespeareano en el que los demás protagonistas de la Historia se aparecen en sueños a este Cicerón, por mucho que la ejecución escénica resulte espectacular. De nuevo, es en el sencillo despliegue de la imaginación donde la función mejor se reconoce a sí misma (mientras, de paso, y no sin paradoja, Cicerón advierte anticipándose a Debord de los estragos que causa la transformación de cualquier orden de la experiencia humana en mero espectáculo). Eso sí, donde seguramente no habría estado Brecht tan conforme es en la consagración hagiográfica de Cicerón: ya no sólo en su prefiguración de catedrático de la vieja escuela dispuesto a echar una mano a dos jóvenes estudiantes, sino, sobre todo, en la afirmación de que merece la pena recordar al hombre como a un político culto y un defensor incansable de la libertad, derroche de ejemplaridad que dio su vida por la causa frente al pulso tiránico de César. En su lectura dialéctica de la Historia, Brecht se habría decantado (sospecho) por presentar a Cicerón como el inevitable agente que cambia de bando a conveniencia y que no duda en abandonar a su suerte a quienes convence de la necesidad de empuñar el cuchillo con tal de proteger su imagen personal (no fue precisamente Cicerón quien pasó a la historia como un traidor, aunque él, como Marco Bruto, también amaba a César). Pero todo esto nos enseña que no hay que ser tan rigurosos como Brecht: Viejo amigo Cicerón es un espectáculo fabuloso, un ejemplo del mejor teatro, un antídoto contra la mediocridad, bien hecho y mejor sentido. Larga vida, pues, a Cicerón.

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