La dama duende | Crítica

Sorpresas en cuartos oscuros

Macarena Pérez Bravo y Rocío Rubio, en ‘La dama duende’.

Macarena Pérez Bravo y Rocío Rubio, en ‘La dama duende’. / Jorge Sarrión

Digámoslo claro: basta que se abra la puerta del fondo y aparezca Miguel Guardiola, sable en mano, diciendo “Ya estoy aquí”, en plena emulación de Tarradellas, para que no haya más remedio que entregar todas las cucharas. Por razones evidentes, La dama duende de Calderón ha sido un as recurrente para las grandes instituciones y los primeros creadores del teatro español que han querido echar mano del Siglo de Oro español para reivindicar, con perspectiva histórica, el derecho de las mujeres a tomar las riendas de sus propias vidas. Vaya por delante que a don Pedro, cuya misoginia iba con los tiempos, estas cuestiones le traían en realidad sin cuidado: dirigía su mayor empeño a demostrar su dominio de las tramas y su soltura a la hora de hacer y deshacer entuertos, ya fuese para proponer a heroínas improbables capaces de librarse de la vigilancia de sus varones, ya fuese para tejer la venganza perfecta en la inteligencia de nobles esposos abrasados por los celos y las sospechas. Pero lo que pensara Calderón es, al final, lo de menos: en la historia de la viuda Doña Ángela hay una ocasión a tiro para proyectar arquetipos femeninos deseables en el siglo XXI, con lo que hemos visto en la última década ciertos montajes de La dama duende de elevada producción y tono solemne, a veces más cerca de Eurípides que del propio Calderón, harto conscientes del mensaje político y social lanzado pero flaqueantes en lo que al quid de la cuestión se refiere. Esto es, el enredo y, sí, la trama.

Y es ahí, al dominio exacto de la comedia, donde Pata Teatro ha devuelto a La dama duende en la feliz recuperación de sus Clásicos de Verano. Sin descuidar el arquetipo, cuidado, aunque dejando su construcción final en manos del espectador, tal y como corresponde a la escena. Así, en el oficio de la compañía malagueña (pocas veces la posibilidad de hablar de una compañía de cómicos, a la vieja usanza, ha sido tan honrosa), La dama duende vuelve a ser esa comedia de burlas, chanzas, pasadizos secretos, señoras que se hacen pasar por fantasmas, hermanas que se hacen pasar por esposas, sorpresas en cuartos oscuros, criados temerosos y, claro, mujeres de un talento agudo capaz de poner patas arriba el obtuso mundo de los hombres. Como acostumbra, Josemi Rodríguez hace gala de una sabiduría proverbial en el aprovechamiento de los recursos hasta dejar la materia interpretativa en sólo cinco actores, con una dirección singularmente bien afinada en este caso, crecida en los detalles y con momentos impagables (soberbia la coreografía que comparten Rocío Rubio y el mismo Rodríguez, en la que la primera intenta apagar la vela que lleva el segundo). El reparto, como siempre, funciona como un tiro, perfecto y hábil, bendecido con el fabuloso vestuario de Elisa Postigo: Rubio resuelve muy bien su faceta protagonista, con tanta técnica como intuición, igual que Adrián Perea, mientras que Rodríguez y Macarena Pérez Bravo bordan con la eficacia de siempre los arquetipos más puramente cómicos. En cuanto a Guardiola, pues eso: nadie dice el verso como él. Y si alguien osa contradecir esta afirmación, que me espere en la calle. No hacen falta patios mientras estén ellos.

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