La disolución de todas las cosas

Crítica

Capitán Swing recupera ‘Adiós a un río’, el clásico de John Graves que perdura como referencia de los libros de viajes, el alegato medioambiental y la mejor narrativa americana

La imaginación libre

John Graves, en el río Brazos, fotografiado en 1957.
John Graves, en el río Brazos, fotografiado en 1957. / Jane Graves

La Ficha

Adiós a un río. John Graves. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Capitán Swing. Madrid, 2025. 304 páginas. 23 euros.

Cuando John Graves (Fort Worth, 1920 - Glen Rose, 2013) cumplió 90 años en 2010, el escritor y activista Rick Bass se refería al autor en un artículo publicado en la revista Garden and Gun como “el más querido escritor de Texas y uno de los menos conocidos más allá de las fronteras del Estado”. Muy a pesar de los cuentos publicados en The New Yorker durante los años 50, Graves fue, ciertamente, un autor poco reivindicado en Estados Unidos y mucho menos en Europa. Su mayor popularidad llegó en 1960 con la publicación de Adiós a un río, obra en la que Graves renunciaba a la ficción (aunque no del todo, tal y como el propio advertía en las primeras páginas) para facturar un libro de viajes que tenía mucho de alegato medioambiental y, más aún, de documentada reflexión sobre el modo en que los seres humanos se relacionan con los paisajes que habitan. Lo cierto es que, más allá del reconocimiento pendiente de Graves, Adiós a un río sí ha perdurado como el clásico que es, profundamente arraigado en la mejor tradición narrativa estadounidense, con un ojo puesto en Thoreau pero con un tono de crónica mucho más accesible y agradecido. De hecho, es interesante el modo en que los acontecimientos de los últimos años, especialmente a tenor de la preocupación global por el cambio climático y sus efectos en las personas y los territorios, han venido a reafirmar la actualidad de la obra de John Graves, su idoneidad y vigencia. Para que no queden dudas, la editorial Capitán Swing acaba de publicarlo con la traducción de Rubén Martín Giráldez y las ilustraciones de Russell Waterhouse.

En 1957, el autor decidió atravesar en canoa el río Brazos, en Texas, antes de las represas que lo cambiaron para siempre

El río Brazos debe su nombre al original con el que lo bautizaron los primeros exploradores españoles en Texas, Río de los Brazos de Dios. Discurre a lo largo de dos mil quilómetros entre su nacimiento en Blackwater (Nuevo México) y su desembocadura en el Golfo de México. En los años 50, el Gobierno estadounidense decidió cambiar el régimen del arroyo y reconducir buena parte del mismo a través de una serie de represas. Con esta medida abrió la puerta no solo a una transformación radical del paisaje, sino a la extinción de las distintas comunidades que habían crecido, prosperado y prevalecido desde la antigüedad indígena. Graves había conocido el mismo paisaje en su adolescencia, así que, cuando supo de la noticia, decidió recorrer el tramo del río que quedaría afectado por la intervención, a modo de despedida y con el fin de recabar un último testimonio de un mundo abocado así a su final. Así, en noviembre de 1957, Graves, que había pasado buena parte de la década en España (y especialmente en las islas Canarias, su Edén particular, del que solo volvió a Texas cuando tuvo que hacerse cargo de su padre enfermo), emprendió un viaje en canoa a lo largo de tres semanas por el río Brazos. Con las provisiones justas, se adentró en remotas zonas inhabitadas, registró la fauna y la flora y conoció de primera mano a los moradores de la orilla del río, gentes que para el plan gubernamental no representaban más que una circunstancia marginal sin más consideración. Como testimonio de esta aventura alumbró Graves Adiós un río, escrito con el pulso de Mark Twain y un tono narrativo sosegado y brillante. Si la literatura ha prestado tradicionalmente atención a los mundos que terminan, pocas veces ha sido tan compasiva, tan fiel a los hechos y también a las emociones.

Graves escribe con el pulso de Mark Twain, con un tono sosegado y brillante

A lo largo de su periplo, y en la tradición de las mejores historias de aventuras, John Graves se enfrenta a la vasta naturaleza, a todo tipo de accidentes geográficos, a la falta de suministros y a la inclemencia de un otoño que va haciéndose progresivamente más duro conforme avanza en su odisea. A veces, los moradores del territorio se muestran huraños; otras, por el contrario, despachan una hospitalidad teñida de cierta extrañeza a los ojos del autor (“Me giré en la cama, miré por la ventana y vaya si nevaba (…). Me levanté, me vestí y salí a la cocina, donde el viejo palmeaba masa de pan y la radio, a todo volumen, se regodeaba en el hecho de que el temporal estaba en plena forma y así seguiría”). Graves subraya que la naturaleza no constituye un fenómeno explicable, sino que, por el contrario, se mantiene en el margen de lo imprevisible, de lo antisistemático, de la periferia menos ordenada de la experiencia; de ahí que su dominación y transformación perviertan una cierta lógica del mundo. Marco Aurelio se preguntaba por qué recelar de la disolución de todas las cosas, pero en Adiós a un río hay una respuesta: el recelo sí es oportuno si somos nosotros los que activamos la disolución.

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