Cultura

Cuando la escena no es el argumento

Festival de Teatro de Málaga. Teatro Cervantes. Fecha: 12 de enero. Dirección: Tamzin Townsend. Texto: J. P. Miller. Adaptación: David Serrano. Reparto: Carmelo Gómez y Silvia Abascal. Aforo: Unas mil personas (casi lleno).

Resulta más que difícil evaluar la versión escénica de Días de vino y rosas que ha inaugurado el Festival de Teatro de Málaga sin tener en mente la película que dirigiera en 1962 Blake Edwards con Jack Lemmon y Lee Remick. Sobre todo porque parece que su primera responsable, Tamzin Townsend, tampoco se la quitó de la cabeza mientras la dirigía, o al menos no con la firmeza con que debía haberlo hecho. Y es una verdadera lástima, porque el montaje conserva algunos elementos teatrales verdaderamente notables, aunque otros resultan más bien fallidos. La sensación final es la de mucho esfuerzo, y no poco talento, invertidos para un resultado demasiado conformista, demasiado satisfecho de sí mismo. Hasta en lo que toca a lo puramente teatral, nada hay aquí que quienes hemos visto la película no supiéramos. Y eso juega en contra de la obra y del espectador.

Entre esos elementos escénicos notables destaca, con mucho, el interpretativo. El gran Carmelo Gómez logra (él sí; y creo que de eso se trataba) que el respetable se olvide nada menos que de Jack Lemmon en uno de los papeles más turbadores de la historia del cine. Y lo hace con mucho oficio, con mucha artesanía teatral, con dicción, con posición, con composición, con réplica, con tono, con mesura, con cálculo, con todo lo que se supone que debe saber hacer un actor. Quizá la gran lección de esta obra es la que propicia Gómez: el trabajo bien hecho, con la pasión exacta, se justifica por sí solo y no necesita de referentes, ni admite comparaciones. Un nivel que el resto de los elementos del montaje, lamentablemente, no alcanzan. Silvia Abascal hace una interpretación correcta, no a la altura de su compañero pero sí digna. Quizá le falte, precisamente, oficio: tira mucho de estómago y le da buen resultado, pero sus intervenciones no logran llenar el escenario. La química entre ambos, no obstante, existe. Pero cabe preguntarse para qué.

Resulta paradójica la manera en que Townsend remata a veces sus propuestas con acierto y una intuición estéticamente valiente (véase su anterior trabajo, Un dios salvaje) y otras se contenta con lo justo, como para salir del paso, hasta caer incluso en los peores instintos de la vulgaridad escénica (véase Gorda). Aquí se mueve entre una orilla y otra, sin fortuna y lo que es peor, con muy pocas ideas propias. Se limita a dejar que la historia original funcione, que lo hace porque es magistral, y no aporta más que detalles nimios. Pero en este caso, con el material del que se parte, un colchón gratis no puede ser nunca suficiente: hay que mojarse. Efectos como la recreación discotequera para la representación del desvarío báquico y el falso telón que cae para la confesión del protagonista en alcohólicos anónimos, con la iluminación en plan interrogatorio, hacen agua por todas partes. Y hasta lo que debía ser la degradación física de la habitación, proporcional a la de la relación humana, se queda en un mero pastiche muy mal orquestado que no sostiene ni de lejos lo que se quiere contar. Más atrevimiento y más teatro habrían sido no convenientes, sino necesarios. El argumento parece ocurrir siempre fuera de la escena, y si ésta no dice nada, mejor callar.

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