La gaviota | Crítica

Autoficción tomada (muy) en serio

Irene Escolar y Nao Albet, en 'La gaviota'.

Irene Escolar y Nao Albet, en 'La gaviota'. / Álex Rigola

Es hasta cierto punto, digamos, razonable, optar por La gaviota de Chéjov para crear un aparato escénico en el que volcar reflexiones, sensaciones, emociones e inquietudes personales sobre el teatro como arte y, también, como medio para ganarse la vida. El autor ruso describió en su obra buena parte de las claves comunes en este sentido, desde el ansia de reconocimiento hasta las dudas respecto al público como receptor digno. Como hizo en Vania, Álex Rigola parte de estas claves para practicar cierta especie de autoficción llevada a la escena, en la que cada actor juega a interpretarse a sí mismo y en la que se percibe a cada paso la intención clara del director en el establecimiento de las reglas de la partida, desde la selección del reparto (con perfiles afines a los personajes de Chéjov: el autor / actor, la actriz de éxito, el actor que quiere triunfar como autor) hasta la ruptura y reconstrucción de la cuarta pared a conveniencia en cada escena. Lo más interesante del montaje está en todo lo que tiene que ver con el reconocimiento de la verdad en el teatro, con los mismos perfiles de los actores considerados a priori como reales hasta la inserción de la cámara objetiva para la inspiración de una cierta especulación documental. Especialmente revelador es el momento en que los actores narran anécdotas personales de sus carreras en las que se ha producido alguna confusión resonante entre verdad y ficción mientras actuaban en escena: es ahí, en la definición del teatro como una maquinaria constructora de sus propias verdades, no siempre coincidentes con la percepción común, donde Rigola va seguramente más lejos que Chéjov con la mayor fortuna.

Los problemas, sin embargo, llegan cuando esta Gaviota decide tomarse a sí misma demasiado en serio. Se produce aquí una tensión interesante: tanto Rigola como los intérpretes que juegan a hacer de sí mismos se desenvuelven bien en la salsa tragicómica de la que está hecha la existencia, la del actor y la de cualquier otro, pero terminan claudicando ante la imposición trágica del autor, como si no hacerle caso hasta el final hubiese quedado feo. Ciertamente, tanto en su narrativa como en su teatro, Chéjov es un autor extraordinariamente pulcro y bien hecho: escribe como un cirujano en una operación a vida o muerte, con una autoridad (cierto crítico y articulista malévolo considera a Chéjov el autor ideal para los talleres literarios) ante la que uno no se atreve ni a toser. Pero habría estado bien que Rigola le hubiese perdido un poco el respeto, un bueno, oiga, no se puede ganar siempre. Quedan, eso sí, la interpretación a flor de piel de Irene Escolar y un reparto en estado de gracia. Y el teatro.

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