La habitación de María | Crítica

Por amor a Concha Velasco

Concha Velasco, este martes, en el Teatro Cervantes, durante la representación de ‘La habitación de María’.

Concha Velasco, este martes, en el Teatro Cervantes, durante la representación de ‘La habitación de María’. / Marilú Báez

Durante la representación de La habitación de María se sucede un desfile de emociones a menudo contradictorias. Ante todo, uno recuerda las muchas veces que ha visto a Concha Velasco en escena; más aún, el modo en que esta actriz ha sido una presencia recurrente en la biografía personal desde la infancia, también en el cine y en la televisión. En un momento de la obra, Isabel Chacón, el personaje al que interpreta aquí, evoca a San Juan de la Cruz con aquello de “encontré mi casa sosegada”, y de inmediato hace acto de presencia en la memoria la Santa Teresa a la que esta actriz puso voz, cuerpo, alma y rostro para lo que quede de Historia. Desfilan también las heroínas atormentadas de Antonio Gala, las protagonistas de las tragedias clásicas, los musicales, la Filomena Marturano de Eduardo de Filippo, la Madame Rosa de Romain Gary que compuso para José María Pou, todo la escena y toda la pantalla, esos ojos verdes descomunales que han estado ahí mirando siempre, lo mismo para la risa que para el llanto, siempre desde la emoción más pura más allá de la fortuna de autores y directores. En La habitación de María, Velasco interpreta a la escritora Isabel Chacón sin levantarse de la misma silla en la que ya comparece nada más levantarse el telón. Puntualmente se agarra al escritorio que preside la escenografía para levantarse un tanto del asiento, sin apenas dar un paso, muy despacito, para luego dejarse caer de nuevo, y en cada ocasión uno sufre con ella, percibe el sacrificio, el precio. El texto desfila por su cabeza con vehemencia y fluidez, aunque donde más genio revela la actriz es en los momentos en que se sale por la tangente: ella, que siempre presume de disciplinada, demuestra de vez en cuando que está aquí para hacer lo que le dé la gana, y entonces uno sólo puede caer rendido de admiración. Cabe preguntarse si era necesario, si hacía falta, por más que Concha Velasco ame a la escena y al público con un amor ciertamente teresiano, por más que tenga sus razones para emprender una nueva gira. Y no, no era necesario, ni hacía falta. Pero lo que sí está claro es que este amor merece ser correspondido. Ella ha estado ahí siempre. No deben quedarle dudas de que nosotros también.

Uno se pregunta dónde está la dirección de José Carlos Plaza, en qué ha intervenido

Tomada en peso, La habitación de María es un despropósito tan lamentable como lo fue El funeral. Peor aún, tal vez, porque aquella obra se conformaba con ser un chiste sin gracia mientras que la que aquí nos atañe aspira a cierta hondura, una impostura con ínfulas de profundidad que funciona como una sucesión de disparates que difícilmente puede mover algo en el espíritu, desprovisto tanto de ideas como de emoción. Uno se pregunta dónde está la dirección de José Carlos Plaza, en qué ha intervenido exactamente: tal vez el desaguisado era aún mayor y ha hecho todo lo posible por salvar los muebles, pero el incendio de la ficción termina siendo lamentablemente real. No hay, digamos, muchos asideros a los que agarrarse, ni siquiera la vergüenza ajena en los diálogos con la presentadora televisiva. Con todo esto, entonces, ¿dónde queda la Concha Velasco que nos ha acompañado desde siempre, a la que hemos querido acompañar igualmente? No teman: en el mismo sitio. Ciertamente habría merecido la actriz un broche de oro (si de eso se trataba) mejor, pero si algo nos enseña La habitación de María es que este amor es aún más grande. Tras la función, se declaró socialista, católica y española. No se puede ser más grande.

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