'La ternura' | Crítica

Shakespeare the Satisfyer

'La ternura', de Alfredo Sanzol.

'La ternura', de Alfredo Sanzol. / Javier Naval

Ante La ternura uno piensa y recuerda muchas cosas. Entre ellas, a todos esos novelistas y críticos que han alimentado en los últimos años la creencia de que Shakespeare era dramaturgo a su pesar, únicamente por una razón monetaria; que, de haber podido escoger, se habría consagrado únicamente a sus poemas, o tal vez a las novelas, a imagen de Cervantes; y que, de haber vivido en esta época, lejos de ser un hombre de teatro, el Bardo habría optado por hacerse guionista de series, o youtuber, o adscrito a la moda del momento. Sin ser una obra de Shakespeare, pero siendo Shakespeare hasta el tuétano, La ternura deja bien claro hasta qué punto el de Stratford hizo del teatro una invención única, tremenda, la más fiel a la experiencia humana; porque no fue tanto en el texto, sino en el juego, el mismo que late vivo y resuelto en sus versos a poco que uno preste atención, donde Shakespeare brindó la representación más asombrosa de nuestra especie hasta hoy. Ni siquiera Aristóteles pudo imaginar nada parecido cuando hablaba de mímesis.

En La ternura, Alfredo Sanzol hace un escrutinio propio de entomólogo de las comedias de Shakespeare y reproduce las reglas del juego, en un juguete propio pero que evoca continuamente, tanto en el lenguaje como especialmente en la ceremonia de la confusión, a títulos que abarcan desde La tempestad como premisa hasta Como gustéis pasando por La comedia de las equivocaciones y Trabajos de amor perdidos. La evocación, que conste, no es textual, sino, digamos, musical: todo resulta familiar al oído acostumbrado a Shakespeare. Y el tablero sobre el que se desarrolla la partida no es otro que el amor. Shakespeare expresó a la perfección los mecanismos a través de los cuales nos enamoramos, el encanto que nos completa y nos aturde por encima de disparidades genéricas, tradiciones y consideraciones culturales. Resulta de hecho sorprendente comprobar cómo sus comedias superan aún en alcance y afinación los debates contemporáneos sobre lo queer y la identidad sexual sin despeinarse. Con estos mimbres, Sanzol construye un espectáculo endiabladamente divertido que va al teatro por el teatro, que no ceja en el juego ni un segundo, con el que el público se lo pasa en grande. Porque seguramente el mayor valor de La ternura es el modo en que incorpora al espectador al juego, con una impagable sensación de libertad. Nadie ha expresado como Shakespeare hasta qué punto el ser humano es capaz de ser lo que quiere ser; y pocos como Sanzol se han acercado tanto a demostrarlo.

Todo esto viene servido con un reparto en estado de gracia (espectacular Emilio Gavira) que hacer parecer fácil lo imposible, en continuos cambios de registro merced a una dirección prodigiosa que sabe respirar frescura sin dejar de tenerlo todo bien atado. Si el gozo que procura Shakespeare llega a ser sexual, este juguete sabe satisfacer al más pintado.

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