EL JARDÍN DE LOS MONOS

Por el país de los cátaros II: Perpiñán

Por el país de los cátaros II: Perpiñán Por el país de los cátaros II: Perpiñán

Por el país de los cátaros II: Perpiñán / LUIS MACHUCA

Escrito por

Juan López Cohard

En los primeros días de agosto, tras salir de España por la La Junquera, llegamos a la ciudad de Perpiñán en el Roussillón. Era un día soportablemente caluroso en el que comenzaba nuestro periplo por Occitania. Hacer escala en ésta ciudad, que fue capital del efímero reino de Mallorca, tiene para mí unas connotaciones muy especiales, ya que la conocí cuando la dictadura franquista. Perpiñán era centro de peregrinación de muchos españoles que querían respirar algo de libertad. Quizás por eso Dalí la bautizó como “el centro del mundo”. Patria de Rigaud, el pintor del Rey Sol, por ella pasaron artistas como el propio Dalí, Picasso, Matisse, Chagal o Delaunay.

La ciudad, que fue fundada a finales del primer milenio de la cristiandad, está situada en un enclave estratégico de comunicaciones entre España, Francia y el norte de Italia, lo que propició que pronto se convirtiese en la capital del Roussillón que, por entonces, pertenecía al condado de Cataluña. El rey de Aragón, Jaime I El Conquistador, la designó capital continental del Reino de Mallorca que, por cierto, nació como tal en tiempos del rey Sancho (entre los años 1311 y 1324), fechas en las que aún se respiraba el humo de los cátaros muertos en las hogueras por designios de la “Santa Inquisición”. Muchos de ellos fueron los que, huidos del Languedoc, se refugiaron en Cataluña.

La historia de Perpiñán es una historia de encuentros y desencuentros entre los reyes aragoneses y los reyes franceses. Hasta que, reinando en Francia los Borbones, se firmó (en 1659) el tratado de Paz de los Pirineos, en virtud del cual la corona española cedió Perpiñán, y todo el Roussillón, a la corona francesa. Dicha historia ha dejado numerosas y soberbias muestras arquitectónicas aunque, desgraciadamente, entre sus legados no se encuentran las murallas medievales salvo algunos paños, ya que, a comienzos del siglo XX, fueron derribadas para permitir la expansión urbana de la ciudad.

Paseando por el bulevar de Henri Poincaré nos encontramos con la entrada a La Ciudadela, de la que sorprende sus poderosos bastiones. Una vez en el interior, tras subir penosamente una zigzagueante escalera, llegamos a la entrada del Palacio de los Reyes de Mallorca. Unos bien cuidados y bonitos jardines nos recibieron. Al palacio-fortaleza, que está rodeado por un foso defensivo y es reflejo del esplendor del Roussillón en el siglo XIII, se accede por la puerta que atraviesa la torre del homenaje, desde la que pudimos disfrutar de una espléndida panorámica, la misma de la que disfrutaría el rey Sancho de Mallorca contemplando sus dominios: El Mediterráneo a un lado, los Pirineos al otro y allá enfrente, a sus pies, Perpiñán.

El palacio gira en torno a un patio porticado, en el que los grandes ventanales dan muestra de su estilo gótico. Desde el patio accedimos a una gran sala llamada de Mallorca. En la planta superior pudimos ver lo que fue la capilla del Rey, de la que nos llamó la atención su elegante y alegre entrada románica de mármol rosa. La capilla real muestra su ascendencia gótica aunque con una no disimulada influencia árabe reflejada en su ornamentación con azulejos. Curiosamente, la capilla, nos trajo recuerdos parisinos por su parecido con la Sainte Chapelle de París. El castillo y palacio fueron mandados construir por Jaime II, hijo de Jaime I El Conquistador, que había recibido en herencia el reino de Mallorca. La construcción finalizó en la primera década del siglo XIV pero después fue sucesivamente refortificado durante tres siglos: primero por Luís XI de Francia que construyó los seis bastiones que lo rodean en forma poligonal, posteriormente por Carlos I de España y finalmente, un siglo más tarde, por el mariscal Vauban, cuando reinaba en Francia Luís XIV, el Rey Sol. La ciudadela que vemos hoy es el resultado de todas esas obras no siempre caprichosas.

Una vez fuera de La Ciudadela, el bulevard Arístide Briand, nos llevó hasta la iglesia gótica de St. Jacques, que se levanta junto a los sobrevivientes restos de la antigua muralla. De ésta iglesia, cada Semana Santa, sale una procesión con sus nazarenos encapirotados semejante a las procesiones españolas. La cofradía se denomina del Sanch, pero no pudimos averiguar a qué santo entronan.

Desde allí fuimos a dar con la también gótica iglesia de Sta. María La Real, en la que celebró un concilio ecuménico el Papa Luna; aquel curioso Papa español que se enrocó de por vida en Peñíscola y que se empeñó en no presentar su dimisión más que por mortis causa, aún a sabiendas de que habían nombrado otro Papa supuestamente más “auténtico” que él.

Volvimos callejeando por la ciudad antigua hasta la Plaza de la Loge, epicentro de la actividad de Perpiñan. Numerosos bares y cafeterías adornan la bonita plaza e invitan a un refrescante descanso. Tomar una cerveza en alguno de los bares de la plaza, se hace tan apetecible y agradable como necesario en días agosteños. No resistimos la tentación y así lo hicimos en “Le Grand Café de la Poste”. En la plaza se encuentra el edificio gótico-renacentista que albergó la lonja y el Consulado del Mar. De estilo gótico, que nos recordó la Lonja de Valencia, es un palacio con trazas venecianas, porticado con arcos ojivales y ventanas ricamente esculpidas.De allí nos fuimos a la plaza Gambette. En ella se encuentra la catedral de St-Jean con su graciosa torre rematada por un campanario de profusas filigranas de hierro forjado, espléndida muestra del gótico catalán, construida por el rey Sancho de Mallorca. Su interior es de una sola e imponente nave en cuyos laterales se muestran excelentes retablos. No pasamos indiferentes ante el magnífico altar mayor y una pila bautismal románica. Bajo el órgano nos encontramos con un pasadizo que nos llevó a la románica capilla de “Notre-Dame-dels-Correlch” con numerosas y macabras reliquias.

Muy cerca, en la Plaza de la Victoria, contigua a la plaza de La Loge, nos volvió a sorprender otra enorme mole medieval: el Castellet. Fortaleza almenada con matacanes que fue levantado por Juan II de Aragón (llamado Juan sin Fe por los catalanes que se le sublevaron, aunque su hijo fuera Fernando El Católico), para defender la puerta de Notre-Dame, entrada a la ciudad desde los arrabales. La antigua puerta y el Castellet están unidos por una escalera interior, pudiéndose acceder a una terraza desde la que se domina una buena panorámica de toda la ciudad. El conjunto alberga en la actualidad la Casa Peiral, museo étnico y de artes populares catalanas.

Los amantes de la pintura, pueden disfrutar del museo Rigaud, cerca de la Plaza de La República, que tiene algunas obras de gran interés, especialmente las de maestros catalanes del siglo XIV. El museo está dedicado al más ilustre hijo de Perpiñán, el pintor de cámara de Luis XIV que se distinguió como el más importante retratista del barroco clasicista de su época.

Perpiñán no sólo ofrece monumentos e historia, también sabe adular los paladares. Aunque su catalanidad es indiscutible, en ella se comienzan a percibir los aromas franceses. Su gastronomía, de raíz esencialmente catalana, tiene ya un perfume galo incuestionable. En ella se puede disfrutar desde unas “boles de picoulat” (exquisitas albóndigas de carne de vacuno y cerdo con tomate) hasta una caldereta de pescado y mariscos de excepcional factura, o unos “escargot” (caracoles) a la boloñesa, y si no se quiere abusar del colesterol, una “escalivade de legumes” (verduras gratinadas al horno) es exquisita. Eso sí, siempre acompañado con un buen tinto del Roussillón. Pero si en algo descubrimos que, aunque en Cataluña, ya estábamos en Francia, fue en los magníficos y variados desayunos con los que pudimos dar comienzo nuestros días occitanos, especialmente con los exquisitos croissants y las baguettes con mantequilla y mermeladas acompañando al “café au lait”.Son numerosos los lugares con encanto en los alrededores de Perpiñán. Desde pueblos como Elne, con su soberbia catedral románica de Sainte Eulalie que conserva un bellísimo claustro con arcos de dobles pilares, hasta Collioure, amurallado y defendido en su puerto por el Castillo de los Templarios; pueblo especialmente significado para los amantes de las letras españolas por estar allí enterrado nuestro insigne poeta Don Antonio Machado. Pero elegimos algunos rincones del Pirineo francés para visitar dos abadías de gran significado en la cultura catalana.

Nuestro primer encuentro fue con la Abadía de Cuixá, construida a finales del primer milenio y enclavada al pie del monte Canigó, en lo más alto del curso del río Têt.

Lo primero que se nos apareció a la vista fue su hermosa torre románica, tan parecida a aquellas que nos habían impresionado tanto en el leridano Valle del Boi. El monasterio prerrománico guarda un precioso claustro de mármol con extraordinarios capiteles profusamente tallados de alegorías y figuras zoomorfas típicas del más puro estilo románico.

Seguimos subiendo por el mítico monte catalán hasta llegar al monasterio de San Martin de Canigó. Antes, algo más abajo, en la misma empinada cuesta y disfrutando del mismo paraje, reposa placenteramente, casi escondida a los ojos del visitante, la ermita de St. Martín el Viejo, delicada y pequeñísima joya románica.

El monasterio de San Martín fue destruido por un terremoto en el s. XV y se reconstruyó hace muy pocos años, del 52 al 83 del siglo XX. Lo realmente impresionante de éste monasterio es su enclave ya que se eleva en difícil equilibrio sobre un pico rocoso del macizo del Canigó.

Tanto Cuixá como San Martín se encuentran en un paraje auténticamente quimérico, no en balde el Canigó es la montaña mágica de Cataluña. Hechizados por su prodigioso encanto recordamos una estrofa del poema épico que lleva su nombre, en la que Jacinto Verdaguer lo describe bellísimamente: “El Canigó es una magnolia inmensa / Que en un rebrote del Pirineo se abre: / Por abejas tiene hadas que lo rodean. / Por mariposas los cisnes y las águilas.”

Algo más alejado, camino de Narbonne, se encuentra el fuerte de Salses. Su visión desde la autopista asombra, ya que aparece camuflada en la marisma como una casamata fantasma que emanase de entre las albuferas marinas. Esta fortaleza, mandada construir por Fernando El Católico, rey de Aragón, en las postrimerías del siglo XV, representa exactamente lo que cualquiera imaginaría como un bastión. Cierto es también que, de ésta fortaleza, lo más impresionante e inexplicable es su enclave

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