Raquel Andueza y La Galanía | Crítica

Dormir al niño, domar a las fieras

Raquel Andueza y los músicos de La Galanía, este miércoles, en el Teatro Cervantes.

Raquel Andueza y los músicos de La Galanía, este miércoles, en el Teatro Cervantes. / Daniel Pérez / Teatro Cervantes

El conocimiento y la divulgación de la música barroca en España serían muy distintos (definitivamente más pobres) sin el trabajo de Raquel Andueza y La Galanía, cuya labor musical nace de una profunda investigación en archivos a menudo recónditos que permite traslucir partituras en muchas ocasiones desconocidas. Semejante tarea se deja notar, ya en escena, en una interpretación pura y cuidada al extremo de los repertorios, con vocación artesana y una reconstrucción precisa de la estética barroca en sus armonías. El programa In paradiso presenta una selección de piezas de música sacra y moral del siglo XVII, al cabo adornos de una poética bien piadosa, bien catequética, con suficientes matices para que en tan divinas órbitas se cuelen las pasiones humanas. Buena parte de los temas interpretados este miércoles en el Teatro Cervantes son anónimos o de autores escasamente nombrados, lo que sirve en bandeja rescates felices como el de Francesca Caccini. Sin menoscabo de la coherencia al respecto, el programa, vertido en canciones, nanas, villancicos, chaconas y otras hierbas, se crece especialmente en sus excepciones, algunas discretas, como el bellísimo Lamento d’Arianna de Monteverdi; otras directas, como la española jácara armada a partir de los versos carcelarios de Quevedo que Lope trocó en Historia de Salvación (y en cuyo compás hervía la semilla que en paralelo se disolvía en zambas y chacareras en América Latina). Singularmente excitante resultó el pasacalles descubierto en los archivos de la RAE en Madrid que condujo Pablo Prieto al violín en desvíos tonales que parecían anticiparse a las febriles disquisiciones del siglo XX.

Se vio (y escuchó) a Raquel Andueza en los primeros tientos del concierto algo incómoda, en ocasiones fuera de sitio, seguramente por alguna razón extramusical. Andado el tiempo, sin embargo, la soprano acertó a adoptar la templanza más feliz para la ejecución, cálida y generosa, resuelta tanto para dormir al niño Jesús en brazos de la Virgen como para advertir al pecador, cual Dante armado de razones, de la inevitable condena al infierno por sus hazañas y actitudes. Quedó así el barroco cristalizado en su acepción medular, con la misma dulzura tanto en la intimidad del sueño como en la algarabía de la fiesta, reivindicado de nuevo un patrimonio musical único que no deja de prometer nuevas puertas, nuevos caminos y futuras miradas para la celebración de su legado. El hermoso y erótico final sacó al respetable del ámbito cuaresmal para llevarlo a arrojarse naranjas junto al río. Tan sabrosas resultaron.

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