Miguel del Arco. Director y dramaturgo

"La subida del IVA al 21% no es un castigo; para idear eso haría falta altura intelectual"

  • El creador escénico, figura fundamental del teatro español contemporáneo, presenta mañana y el sábado 'Misántropo', aproximación libre, oportuna y política a la obra de Molière

Si alguien se acuerda del teatro español actual dentro de medio siglo será, en gran parte, gracias a Miguel del Arco (Madrid, 1965). Su lectura pirandelliana de La función por hacer (2009) le convirtió ya en un clásico de su tiempo, categoría refrendada con montajes posteriores como La violación de Lucrecia de Shakespeare con Núria Espert (2010), Juicio a una zorra con Carmen Machi (2011), Veraneantes (2011) y De ratones y hombres de Steinbeck (2012). Mañana viernes y el sábado trae al Teatro Cervantes Misántropo, aproximación al clásico de Molière protagonizada por Israel Elejalde, Raúl Prieto y Bárbara Lennie, celebrado de manera unánime como uno de los mejores montajes de la última temporada.

-¿Qué le hizo decantarse por el Alcestes de Molière? ¿Tal vez la definición de un ideal?

-No. Detrás de la decisión de hacer Misántropo hay muchas cosas, pero yo no presentaría como arquetipo a un personaje que manda a todo el mundo a tomar por culo y decide largarse al desierto. Lo que me resulta más interesante de Alcestes es su contradicción. De hecho, y en el fondo, Misántropo es una comedia con un protagonista trágico; pero, paradójicamente, el único personaje que al principio de la obra mantiene una actitud positiva hacia el futuro, el único que cree que los hombres todavía son capaces de cambiar y realizar buenas acciones, es el propio Alcestes. Todos los demás han desistido. Por eso el golpe que se lleva Alcestes es mayor.

-Hay en todo eso una lectura política. ¿Preferiría evitarla?

-No, pero tampoco ha sido algo premeditado. Algunos amigos que han visto la obra quisieron hacerme ver que, al escoger esta obra para representarla, había tomado una decisión política. Pero es que todas las decisiones que tomamos, cada día, son políticas. Y las consecuencias de esas decisiones siempre deberían ser tenidas en cuenta. Es como sucede con la corrupción: ahora mismo sufrimos una invasión de mensajes y propósitos de los políticos respecto a la transparencia y la honestidad, pero basta echar un vistazo a las hemerotecas para comprobar que no siempre han pensado así. Cuando Molière escribió la obra estaba ya un tanto escarmentado de trabajar para la corte, que le rechazó varios estrenos, e imagino que todo eso late en el texto.

-Volviendo a la contradicción, el Calígula de Camus la reivindicaba como descanso para el espíritu. ¿Comparte esta idea?

-Sí, y Nietzsche decía que para sentirse vivo hay que estar dividido. La contradicción tiene que ver con los tonos, con los matices, y esto es algo esencial tanto en la vida como en el teatro. Fíjate, a mí me gusta mucho mezclar comedia y tragedia, hacer que ambas vayan muy pegadas. Pero en la parte de producción esto se plantea, directamente, como un problema. Ellos lo tienen muy claro: una obra es comedia o es tragedia. Si es otra cosa, o es ambas a la vez, el público no la va a entender. Pero yo siempre digo que la vida es una cuestión de matices, no se define en términos tan absolutos.

-Sin embargo, la contradicción es una de las actitudes más censuradas del presente. Si alguien no termina de decantarse por una orilla reconocible, casi siempre queda fuera de juego.

-Así es, y precisamente por eso hacen falta personajes capaces de dividir y suscitar opiniones contrarias. En este sentido, nadie ha ido más lejos que Shakespeare: Hamlet es una contradicción permanente entre lo que hacer y no hacer, entre ser o no ser. Y en esto consiste, exactamente, tal y como vio Harold Bloom, la invención de lo humano. Me parece importante que seamos pillados en un renuncio, desconfío de las opiniones inamovibles. Una de las cosas que más me gustan de este trabajo es poder incorporar detalles nuevos a los personajes y abrir su panorámica para permitir que sean interpretados de otra manera. Un personaje vomitivo en el texto puede generar una emoción distinta en un escenario. De hecho, siempre digo a los actores que encarnan estos papeles que su deber es defenderlos hasta convencer a los espectadores de su bondad y calidad.

-¿Sigue siendo el teatro entonces el instrumento idóneo para derribar estereotipos, para no dar verdades por sentadas?

-Por supuesto. La misión del teatro consiste en lanzar interrogantes, y lograr que la gente los reciba y se haga preguntas. A veces he oído hablar de mis montajes en términos de moralidad, pero no pretendo dictar lecciones morales de ningún tipo. Lo que hacemos es escuchar todas las ideas. En los ensayos atendemos las razones de todos los personajes, buenos y malos, pero no los juzgamos. Como escribió Molière al final de El misántropo, cada hombre es un pobre corazón sumido en la ficción de que el mundo que percibe y en el que cree es el mundo real.

-El año pasado entrevisté a Bárbara Lennie antes de que se incorporara a los ensayos de Misántropo y se mostró entusiasmada por volver a trabajar con el equipo de La función por hacer. ¿Cuánto debe su éxito como creador al éxito de su equipo como grupo humano?

-Todo. Pero fíjate que si la experiencia de La función por hacer y de Veraneantes fue fabulosa, la de Misántropo lo ha sido mucho más. Es el trabajo más placentero que hemos hecho, sin duda. A veces la vida te da estas cosas y todo sucede con facilidad. Al principio tenía la sensación de que el proyecto marchaba solo, y tanto fue así que pedí tiempo a mis compañeros. A menudo uno trabaja para ir directamente al resultado, 45 días de ensayos y listos, a estrenar. Pero para Misántropo quería algo distinto, quería probar cosas y perderme si hacía falta, ya desde el mismo proceso de la escritura de la versión, que siempre me resulta demasiado solitario. No quería prisas, sino tiempo; si alcánzabamos el modo deadline, ya encontraríamos algún atajo para llegar al resultado. Eso se nota mucho y la crítica lo ha percibido, pero es imposible hacerlo si no tienes la complicidad adecuada.

-Hace tres años, su voz fue una de las más vehementes a la hora de criticar el aumento del IVA al 21% al teatro y la pérdida de espectadores que aquella decisión acarreaba. ¿Cómo valora la situación actualmente?

-El riesgo que entonces denunciamos ha terminado siendo real. El tejido productivo del teatro se ha desecho. No hay nada. Las compañías no pueden mover sus espectáculos porque de cada factura Montoro se lleva el 21%, y eso se traduce en la extinción de muchas. Hemos llegado a una situación en la que los artistas sólo cobramos si nuestras obras se representan en aforos muy grandes. Eso sí, todo esto ha venido en un momento muy especial, cuando la gente de mi generación perdía el miedo artísticamente a ciertas cosas y empezábamos a trabajar en grupo, algo que en España no se da precisamente mucho. Sólo cabe preguntarse, dado que el Gobierno no ha recaudado nada porque se ha dejado de producir teatro, qué razón hay para mantener la medida.

-En una entrevista que le hice recientemente, el productor Jesús Cimarro concluía que sólo podía tratarse un castigo ideológico.

-Pero para urdir un castigo ideológico al teatro subiendo el IVA al 21% haría falta una altura intelectual que esta gente no tiene. No, yo creo que tiene más que ver con el desprecio secular de este país por la cultura. Sencillamente, les da igual. No les importa.

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