La Viking odisea VIII: Bergen, Flåm y Myrdal
EL JARDÍN DE LOS MONOS
Las casas del barrio de Bryggen, declarado Patrimonio de la Humanidad, con sus colores desgastados y techos inclinados, son como crónicas de madera que aún conservan el eco de los mercaderes hanseáticos discutiendo las rutas y los precios de la Liga Hanseática
Viaje al corazón de Noruega
Snorri Sturluson (1178-1241), fue un poeta medieval que nos dejó en su “Crónica de los reyes nórdicos” una serie de sagas reales, en concreto dieciséis relatos sobre las vidas de los reyes de Noruega que abarca unos 400 años de historia. En una de ellas se cuenta que el rey Olav Tryggvason cristianizó la ciudad de Voss en el año 997, procediendo a la destrucción de todos los ídolos paganos, incluidos los altares de Thor y Frey, algo que el pueblo aceptó por temor a su espada. Pasados los siglos esos ídolos persisten en sus leyendas. La verdad es que uno siente que los viejos dioses aún respiran, ocultos en la niebla matinal o en la mirada oblicua de una huldra, ese espíritu del bosque que seduce a los hombres para llevarlos al más allá. Aún, las mujeres mayores bordan a mano el bunad de Voss, traje ritual donde cada hebilla y cada hilo tenía un significado. Y, en la actualidad, se celebra el Festival Ekstremsportveko (espíritu del bosque) que consiste en un evolucionado ritual de iniciación vikinga.
Había llegado la hora de abandonar el idílico camping de Voss para continuar con nuestra “Viking odisea”, pero antes decidimos, por la cercanía, visitar la ciudad de Bergen. La carretera serpentea entre montañas escarpadas que nos sorprenden en todo momento. Como surgida de un ensueño, apareció la Steinsdalsfossen, la catarata mágica que uno puede atravesar sin mojarse. Caminar por detrás de ese húmedo velo es como andar por el otro lado del mundo visible, cruzar el umbral donde habitan los espíritus. Dicen que allí vive una huldra que aparece como una mujer hermosa por delante, pero con una cola de vaca que delata su naturaleza sobrenatural. Y, según esa leyenda, sólo con quién la ame sinceramente, ella perderá su poder y se convertirá en humana.
Llegamos a Bergen bajo una llovizna casi ceremonial. Esta ciudad, capital del reino noruego en la Edad Media, alzada sobre siete colinas, como la ciudad eterna, y rodeada por el mar es una joya de madera y salitre. En el mercado hanseático de Torget, los pescadores, luciendo los típicos lusekofte (jerséis de lana decorados con patrones ancestrales), ofrecen sus capturas marinas. Comimos en el mismo mercado a base de salmón recién ahumado, servido sobre pan moreno: una comunión con el mar, con su sal, su fuerza y su misterio.
Las casas del barrio de Bryggen, declarado Patrimonio de la Humanidad, con sus colores desgastados y techos inclinados, son como crónicas de madera que aún conservan el eco de los mercaderes hanseáticos discutiendo las rutas y los precios de la Liga Hanseática. Parecen una estampa de un cuento de Henrik Ibsen. Se dice que por las noches, en los meses de invierno, se escuchan los pasos de algunos marineros muertos que vuelven, sin mostrar el rostro, para recordar deudas impagadas. En Bergen, donde los fantasmas son tan parte del paisaje como las gaviotas o el musgo, puede que hasta sea verdad. Visitamos la iglesia de San Juan (Johanneskirken), austera y de ladrillo rojo, en la que resuenan permanentemente los ecos de cánticos medievales, y el cercano parque de Lille Lungegårdsvannet, cuyo estanque refleja un cielo nuboso que, en los meses de verano, nunca se apaga, y en el que, sus árboles, evocan los melancólicos versos de la poeta berguense, Amalie Skram.
Tomamos la carretera de Dale para regresar a Voss. No fue la mejor decisión. La carretera, si es que se la puede llamar así, serpenteaba atravesando túneles y montes entre una espesa niebla que descendía como si los jotuns (gigantes del hielo en la mitología vikinga) bajasen desde sus glaciares para acecharnos en silencio.
Como quiera que la visita a Bergen nos había llevado un día completo y deseábamos conocer mejor los fiordos y sus entornos, decidimos contratar una excursión guiada. Partimos de Voss hacia Gudvangen, que no es más que un embarcadero, por una carretera infernal, con una pendiente en espiral del 18%. El descenso más que un trayecto era un desafío, especialmente porque el ancho de la vía era exactamente la distancia del eje de las ruedas del autobús. El trayecto te acercaba más al mundo de los dioses que al fiordo. Lo que no es casual: Gudvangen significa “lugar sagrado de oración”, y aún se cuenta que los vikingos celebraban allí rituales ante las cascadas para rogar buena fortuna antes de zarpar a la mar. Aún se pueden ver algunos drakkars o barcos vikingos navegando por sus aguas, o tomar hidromiel en un horn, un cuerno típico para dicha bebida.
Ya en el puerto, embarcamos para navegar los fiordos de Nærøy y Aurland, dos brazos del poderoso Sognefjorden, el fiordo más largo y profundo de Noruega. Las montañas son diques eternos para contener las aguas. Cada ola parece el suspiro del dios Njord, protector de los navegantes. El silencio se impone. El agua, en saltos continuos, cae de las montañas, como si fuesen melenas blancas encanecidas por los siglos, sobre las aguas negras y profundas del fiord que guarda la historia de todos los que lo han navegado desde la prehistoria.
Las aldeas que aparecen en la ribera, pequeñas y aisladas, con nombres que suenan como conjuros, están impregnadas de leyendas de trolls y espíritus del bosque. Dicen que aún, en las noches sin luna, algunos campesinos tallan runas protectoras en las vigas de sus casas, como se hacía hace mil años.
El barco nos deja en Flåm, al final del Aurlandfjord, y desde allí tomamos el tren más empinado de Europa, llamado Flåmsbana, una maravilla de la ingeniería y de la poesía. El trayecto del tren recuerda los relatos de Knut Hamsun sobre la lucha humana contra la naturaleza inclemente. A mitad de camino se detiene ante la furiosa catarata de Kjosfossen que nos evocan baladas románticas sobre doncellas desaparecidas en la bruma. Entre esa bruma nos pareció ver una figura danzante, vestida de rojo: la huldra, que con su canto hechiza a los incautos. Aun sabíendo que es parte de una leyenda, un escalofrío recorre el cuerpo. Algunos dicen que quien la ve y no se enamora, ha perdido el alma.
Al llegar a Myrdal, que solo es poco más que la estación ferroviaria, la temperatura cae, y el paisaje se vuelve más severo. Los glaciares cercanos dominan el horizonte, como bestias dormidas de hielo. En la tradición local, esos glaciares son archivos del tiempo, y quienes los tocan descubren verdades olvidadas. Allí el silencio es casi doloroso. El viento corta la piel y parece traer consigo palabras en lenguas muertas. Desde Myrdal tomamos otro tren de regreso a Voss cerrando así el trayecto, como un anillo de runas antiguas.
Esa noche decidimos despedirnos de Voss y de Noruega con una comida típica que hicimos en un restaurante cuya decoración rural destacaba por las sillas talladas en troncos de árbol llamadas kubbestol. El menú consistió en un plato de albóndigas de carne con salsa y puré de patatas (kjøttkaker) y un postre (Krumkake) que era una especie de galleta crujiente rellena de nata. Todo lo acompañamos con un vino de bayas silvestres (Kreklingvin).
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