Visto y Oído
John Amos
Paladar
El señor de la foto es el donostiarra Pedro Subijana, que lleva abrillantando sus estrellas Michelin desde hace 45 años. Forma parte de la generación de Arzak o del televisivo Arguiñano que cimentaron la cocina vasca tradicional para revalorizarla en alta cocina, sofisticando productos y elaboraciones mientras aprendían del país vecino y de sus talentos y experimentaban y trabajaban (mucho y con muchos). Algo similar sucedió en Cataluña y desde nuestra Andalucía, donde siempre sobró calidad en la materia prima e imaginación en el material humano, se llegaba a desdeñar los logros norteños. Por supuesto que una sopa de tomate, tan simple y tan difícil de labrar con perfección, es un prodigio de sencillez de productos y de maravilloso resultado de sabor, pero a esa cocina de siempre, la de las casas y las de las mejores barras, había que alentarla con formación, que se traduce en mejor servicio y en una efervescente innovación.
El milagro de las estrellas Michelin andaluzas, desde El Puerto hasta Jaén, con parada excepcional en Marbella y Málaga, es fruto de un relevo generacional con sabiduría. Y de mucha transformación al alza con esfuerzo e ingenio. Las estrellas Michelin brillan (como los soles Repsol) y hacen más por el turismo que las campañas más costosas.
Y a nivel usuario, de comensal de la calle, ¿merece la pena visitar esos lugares que destacan las guías? Siempre. Desterremos los clichés de tonterías, de pamplinas sin sabor o de lujos innecesarios. Nuestros mejores restaurantes que están reconocidos reflejan buen servicio y constancia en el menú. En general valen lo que cuestan. No es necesario pensar en atiborrarse, sino en disfrutar en cada momento, en cada bocado. Un buen rato solo, en pareja o con amigos que sepan valorar merecen la pena en facturas que cuestan lo que una entrada de Champions. Los restaurantes con estrellas son estadios de Champions donde el espectador es el comensal satisfecho.
Los chefs de ahora son estrellas pero cada uno de los que están distinguidos se han merecido su lugar y en condiciones normales trabajan para seguir estando ahí, trabajando varios meses por renovar e innovar. Ir a un restaurante con estrellas es (debería ser siempre así) una experiencia y un acontecimiento especial. Y los cocineros que briegan para estar ahí merecen ser reconocidos y alentados por su entorno. Tener estrella da un reconocimiento añadido a una ciudad y deberían ser acicate para mejorar la calidad media de su hostelería. Ser un destino gastronómico es un plus. Y no se mide en tapitas ni en locales pretenciosos de clavazo. Son el resultado de un proceso de esfuerzo y exigencia de muchos implicados.
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