Hablando en el desierto

FRANCISCO / BEJARANO

Antepasados misteriosos

El hombre moderno no es muy antiguo. Si le añadimos el neandertal y a los inmediatos antepasados del género homo, se podría remontar a un millón de años, pero no somos nosotros, sino unos parientes lejanos. El hombre actual debe tener unos 50.000 años o algo más, tiempo suficiente para que haya llegado a admirables conocimientos de sí mismo y del universo. No hay que buscar explicaciones complicadas, la más sencilla suele ser la acertada: los conocimientos e invenciones se multiplican y aceleran de tal modo que el futuro de las ciencias, que siempre fue difícil de predecir, es ahora imprevisible. La ciencia ficción del siglo XIX previó el rascacielos, no el ascensor, por lo que un edificio de cien pisos quedaba poco práctico.

Pero hacia el pasado podemos "adivinar" lo que nos dé la gana hasta los orígenes, con decir que el carro de fuego que arrebató al profeta Elías era una nave espacial, el relato bíblico gana en interés. Asuntos para buscar orígenes en otra galaxia los encontraremos nosotros mismos en la literatura más antigua. Es lo que hace el autor de un libro que tengo delante, y no es el primero. (No digo nombre ni título, porque hay mucha gente impresionable que se deja arrastrar.) En el libro antedicho no nos dice, como en otros, que somos extraterrestres nosotros mismos, sino que el hombre primigenio andaba vagando por la tierra, cazando cuando podía y pasando penalidades y, de pronto, una nave se posa cerca de una tribu africana y en vuelta de nada los seres misteriosos que venían en ella le enseñan cultivos, organización del Estado, a construir pirámides, presas y canales, y una serie de trabalenguas y abracadabras con los códigos secretos del conocimiento, transmitidos hasta nuestros días de una sociedad secreta a otra para regir el mundo, una veces con benevolencia y otras con perversidad. Moisés, Jesucristo, los ubicuos templarios, Hitler y una legión histórica conocían estos secretos.

Es lo que nos gustaría: realidades imaginarias más tangibles que las de la teología dogmática, porque los dogmas necesitan la gracia de la fe y estas son descabelladas pero comprensibles, salvadoras en el sentido en que las naves volverán cuando estemos en las últimas y nos llevarán a una civilización perfecta en unos Campos Elíseos remotos, para vivir felices e inmortales en la verdadera Utopía, sin necesidad de pasar a espíritus puros en un Paraíso no aclarado, ni tener que integrarnos en un coro celestial. El éxito de los desvaríos no decae.

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