Reflejos de Málaga
Jorge López Martínez
Estepona, abochornada
HAY actitudes públicas que deberíamos reconsiderar de forma colectiva y, en su caso, erradicar por inútiles y vacuas. Los minutos de silencio en los estadios deportivos, por ejemplo, se conceden -posmortem- de forma algo arbitraria a aquel buen socio o personaje pero no a aquel otro, y no aportan nada al respetable más allá de a tres o cuatro ellos, verdaderamente dolidos, y que quizá debieran evitarse la puesta en escena. Otra costumbre de quienes ostentan el poder transitoriamente es dejar su huella en forma de colocación de estatuas de personas ilustres o desconocidos simbólicos, una práctica municipal sujeta al capricho estético y a la devoción política, taurina, deportiva o folclórica de quien está en condiciones de colocar en plena calle la casi siempre prescindible imagen. Pero quizá la costumbre hipócrita más intolerable es la de disculparse públicamente tras haberse despachado a modo con una persona a la que se tiene tirria o al que se considera un peligroso rival, o cuando uno ha sido pillado en un renuncio y la cosa ha tenido amplio eco. Juan Carlos I se arrepintió ante las cámaras de haberse ido de cacería de elefantes en secreto, en un papelón histórico. También con carita de cordero degollado, Clinton se flageló públicamente por su "conducta impropia" con la entonces joven Lewinski, creando un eufemismo para una práctica sexual con un gran repertorio de sinónimos. Si sus comportamientos no hubieran salido a la luz, sus conciencias no hubieran dado para tanto. Y nada hubiera pasado. El arrepentimiento, como la devoción o el propio amor, o va por dentro o es impostado: prescindible.
Esta semana hemos tenido un desagradable ejemplo de este fariseísmo de urgencia en la élite de la economía. Ha sido al hilo de una memorias publicadas sobre Keynes, economista que, en lo que viene al caso, proponía ante la recesión el recurso al gasto público como sustituto del consumo o la inversión, para mantener el tono económico y parar la sangría del paro, a costa, claro está, de endeudar al Estado… y a la postre, a las generaciones futuras. Las memorias relatan que, antes de casarse con una bailarina rusa, Keynes se cepilló a medio censo londinense practicante de cruising (aquí te pillo, aquí te mato). Un egregrio profesor de Harvard, el austerista radical Niall Fergurson, declaró, al saberlo, entenderlo ya todo: "Como era gay, no pensaba tener hijos; ya se entiende que le importara un pimiento endeudar a las generaciones futuras", vino a decir, eructando su fobia. Ah, por supuesto: al rato se disculpó muy sentidamente.
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