calle larios

Pablo Bujalance

Atrezzo de lujo para el patito feo

Bien, al final había que hacer caso al alcalde: si no podemos inventar un patrimonio, inventemos una ciudad Pero la memoria no es únicamente cuestión de monumentos O sí, quién sabe

20 de marzo 2016 - 01:00

AHORA que se celebra el primer aniversario de la inauguración del Centro Pompidou y el Museo Ruso en Málaga, un servidor ha dedicado buena parte de los últimos días a revisar lo que se publicó en los medios nacionales e internacionales al respecto. Y aunque algunos como The New York Times advertían de la posible existencia de una burbuja museística cuyo estallido podría causar estragos imprevisibles a cuenta de un desarrollo impostado, eran muchos más los artículos que, más allá de la apertura de tan sugerentes equipamientos, alababan la capacidad modélica de Málaga de reinventarse para convertirse en destino apetecible. Me gustó especialmente una crónica publicada en The Boston Globe en febrero del año pasado y firmada por Patricia Harris y David Lyon que ponía al Palmeral de las Sorpresas como símbolo de esta adecuada metamorfosis y que rezaba así: "Desde que los fenicios hicieron llegar aquí sus naves hace 3.000 años, Málaga ha sido un área portuaria. Pero ahora la ciudad ha decidido sacar sus viejos contenedores y barriles del muelle y convertir esta línea costera en una atractiva zona para peatones". Aunque me pareció aún más interesante este apunte: "El Aeropuerto de Málaga recibe cada año a miles de turistas que se dirigen a las playas de la Costa del Sol en busca de descanso. Quienes persiguen las huellas de la Historia se dirigen desde aquí a Sevilla, Córdoba y Granada para dejarse impresionar por sus monumentos y sus abrumadores testimonios de la soberanía mora y la reconquista española. Pero precisamente porque el manto de la Historia es aquí más ligero, Málaga ha contado con una mayor libertad para reinventarse y, de paso, mejorar su posición como destino turístico". Cuando he releído ahora estas palabras he recordado una significativa declaración del alcalde, Francisco de la Torre, con la que vino a justificar su decisión (y la inversión consecuente) de convertir Málaga en su anhelada ciudad de los museos: "No podemos inventar un patrimonio que no tenemos, pero sí trabajar para tener una ciudad más atractiva". Un año después, disipadas (en gran medida) las sospechas en cuanto a la impostura, el tiempo, las circunstancias y especialmente la proyección ganada han terminado dándole la razón a la estrategia. Málaga, ya saben, era aquel patito feo andaluz, con una Alcazaba de escayola y un Teatro Romano secuestrado bajo una Casa de la Cultura, de grises hechuras industriales cuyo brillo parecía concentrarse en aquel Torremolinos que acabó escindiéndose (y, de paso, perdiéndose en una selva similar); pero he aquí que el patito feo escondía un cisne precioso que salió a relucir con sus museos, su centro peatonalizado, su Muelle Uno, su Semana Santa y, con un poco de suerte, con un hotel de 160 metros en el dique de Levante. Para disfrutar de un parque como Dios manda, eso sí, hay que tener un pelín de paciencia.

Y sí, todo esto está muy bien: Málaga es una ciudad deseable, paseable y fácilmente promocionable. Pero me temo que se ha asociado aquí con demasiada facilidad la ausencia de un patrimonio monumental de peso con la inexistencia de un pasado y su memoria. Que Málaga no haya tenido una Alhambra ni una Mezquita de Córdoba no significa que carezca de un recorrido amplio y singular, y sorprende la alegría con la que muchos malagueños sostienen todavía que su ciudad no merece una categoría histórica. Esto sucede, en gran medida, porque el discurso histórico de Málaga, que existe en los archivos, no se manifiesta de manera visible en sus calles, en su urbanismo ni en su arquitectura; ni siquiera en sus museos, deuda que, después de demasiado tiempo, quedará finalmente satisfecha con la fatigosa recuperación del Museo Arqueológico (otro día hablaremos del Museo del Patrimonio). Pero sí, a esos mismos malagueños les sorprendería a su vez lo que Málaga ha representado en la Historia, como puerto y como otras muchas cosas. Por eso, no deja de escocer un poco que esta reinvención tan aclamada no sólo haya pasado de largo por la memoria de la ciudad, sino que directamente la haya defenestrado a mayor gloria de un atrezzo servido para la promoción de los valores más rancios y pobrecitos y el mayor solaz de los turistas. Digamos que rescatar la Plaza de la Judería para convertirla en un bar no es la mejor manera de equilibrar el vacío monumental que la Historia nos ha legado. Hay un libro llamado Málaga que no se puede leer. Tal vez sea mejor así.

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