LOS datos del Teléfono de la Esperanza hablan por sí solos: las muertes por suicidio doblan las causadas por accidentes de tráfico. Hoy se celebra el Día Mundial de la Prevención del Suicidio con el objetivo de que el asunto deje de ser tabú y se empiece a hablar de él abiertamente, porque, muy al contrario de lo que comúnmente se opina, esconderlo como un incómodo motivo de vergüenza no contribuye precisamente a reducir su incidencia. Esta coyuntura afecta con especial énfasis a los medios de comunicación, que tradicionalmente han ocultado estos casos sin que se haya llevado a cabo un análisis serio al respecto y que en demasiadas ocasiones han actuado sin saber dónde poner la intimidad de las familias por un lado y el morbo por otro. El empeño contrario al tabú resulta loable, ciertamente; pero, por los mismos motivos, habría que indagar de dónde viene este escrúpulo proclive al velo sin más palabra. Y lo cierto es que el origen del tabú no es menos incómodo: convendría aceptar que si se mira a otro lado es por obra y gracia de un prejuicio moral que irradia aún en la sociedad desde sus orígenes religiosos. El suicida es quien comete el peor crimen, quien se pone en el lugar de Dios para disponer de su vida, quien no merece recibir cristiana sepultura; el que, en resumen, y a imagen de Judas, incurre en el más sucio de los pecados. Hoy disponemos de más estadística y más literatura para conocer los pormenores de esta práctica, sus razones y sus circunstancias; pero el prejuicio persiste en una cultura a la que se le queda la boca pequeña cuando se dice laica y que no quiere saber nada de símbolos religiosos en el espacio público (bueno, salvo a la Dolorosa de turno; a ésa que no me la toquen). Nietzsche identificó en la persistencia de la moral la relación entre amos y siervos, pero tranquilos, ya falta poco para que no quede rastro de filosofía en el ambiente.

En su último libro, Semper dolens, el pensador español Ramón Andrés entra de lleno en esta cuestión y, de entrada, aboga por la sustitución del término suicidio, que implica una culpa criminal en el sujeto, por otros como el clásico darse muerte o el más científicamente preciso autolisis. Pero recuerda Andrés, echando mano de Séneca y otros mindundis, que la vida y la muerte no son fenómenos tan antagónicos como se presume. Así, la muerte en vida entraña una situación perfectamente identificable en la que al fin brindado por la propia mano no se le puede adjudicar culpabilidad alguna, por más que a cuenta de la moral se haya infringido tanto sufrimiento a tantas familias. Del mismo modo, la autolisis es un proceso habitual en la naturaleza, tanto en células como en organismos complejos. Bienvenidas sean la prevención y la esperanza, siempre. Pero nunca a costa de infiernos y losas contra la conciencia. Si esto es ser un hombre.

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