Hace unos días salí de casa y me encontré con la agradable sorpresa de que los efectivos de Limasa estaban baldeando el barrio. Había caído la tarde y me disponía a ir al centro a comprar cuatro cosas, así que me puse a caminar así de contento, como si estuviese estrenando las aceras, recién redescubiertas una vez retirada la capa de mugre. Regresé un par de horas después y el signo, como en un viraje funesto, cambió de manera radical. Mi calle había durado limpia exactamente ese periodo: algunos desalmados ya se habían encargado de tirar plásticos al suelo, derramar vaya usted a saber qué inmundicias y dejar alegremente al aire libre las deposiciones de sus perros. Podemos revisar de manera crítica el trabajo y la eficacia de Limasa con la amplitud y la exigencia que nos parezcan más adecuadas, pero es evidente que el mantenimiento de una ciudad en condiciones de habitabilidad es también una responsabilidad de sus ciudadanos, y me temo que va siendo hora de admitir que ciertos malagueños no viven en la ciudad que se merecen (y que, en consecuencia, la ciudad no los merece a ellos). La cuestión es que, desolado por tanto a cuenta del paisaje mientras perduraba en el ambiente el aroma a limón que deja siempre el baldeo tras su paso (y que comenzaba ya a diluirse para que la calle volviese a oler igual de mal que siempre), reparé en las banderas que algunos vecinos han colgado en sus balcones durante los últimos días. Cuando la Selección Española ganó el Mundial de Fútbol también hubo enseñas rojigualdas a modo de exaltación tanto futbolística como patriótica, y de hecho hubo quien dejó la suya colgada de manera perenne, cuando ya se había sofocado el fervor, seguramente para alentar el recuerdo de aquella gesta deportiva. Ahora, sin embargo, supone uno que las banderas vienen a cuenta de una reacción contra el proceso separatista catalán, una manifestación de la adscripción identitaria cuando España y lo español parecen haber quedado en entredicho por otro nacionalismo que prefiere ondear distintos trapos. A uno, la verdad, le cuesta imaginar qué se cuece en las cabezas que consideran una buena idea sacar a relucir los símbolos nacionales para responder a lo que consideran una afrenta. Pero lo peor de todo es la tristeza que suscita el panorama.

Porque si se trata de sacar pecho y mostrar orgullo por el país en el que uno vive y reside cuando otros lo ponen en solfa, y de parecer más patriota que el de enfrente para ganar puntos ante el tribunal competente, lo más fácil es, sin duda, colgar la bandera en el balcón y hasta hacerse con ella un pijama. Más complicado, parece, es mostrar el amor a un determinado territorio ejerciendo; esto es, manteniéndolo en buenas condiciones, conservándolo limpio, convirtiéndolo en un paisaje amable en el que todo el mundo pueda sentirse a gusto. No pretendo establecer una correlación entre quienes cuelgan las banderas y quienes ensucian las calles, pero sí lamentar la buena salud de una cultura que tiende a aplaudir lo primero como gesto honorable y a desentenderse de lo segundo como mal menor. Decía Simone Weil que el amor empieza por la atención, y sería genial que estos patriotas empezaran a distinguirse, al menos, echando un vistazo a todo aquello susceptible de mejora: esto es, dando el salto del patriotismo a la ciudadanía. Aunque haya que esforzarse un poquito.

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