Quienes, ilusos, albergábamos esperanzas respecto a un cambio de modelo para el Centro de Málaga tras la pandemia hemos sabido a qué atenernos ya desde la supresión del toque de queda. El paisaje no es sólo el mismo que teníamos sino, en varios sentidos, y por mucho que pareciera imposible, considerablemente peor. Se produce ahora una confluencia significativa: quienes adoptaron la costumbre de comenzar el aquelarre a las ocho de la tarde cuando había que recogerse a las once mantienen la práctica, sólo que ahora pueden explayarse hasta las tantas. De manera que es razonable pensar que la cuadrilla de tarados que anda ya absolutamente mamada y sin mascarilla a las nueve en Alcazabilla va a estar dándose de mamporros a las dos de la madrugada en Uncibay, todo con los correspondientes vómitos, gritos y cosas peores. Ha sido cuestión de días que el Centro vuelva a convertirse en un lugar incómodo desde horas cada vez más tempranas para los que venimos de otros barrios y del todo inhabitable para quienes residen en sus calles, con la consiguiente desazón y la más hiriente decepción. El poco turismo que todavía se deja caer por aquí es en su mayor parte el menos conveniente y el más perjudicial, la jauría que únicamente ve una juerga sin límites donde resulta que hay una ciudad, si bien la participación de la población nativa no le va a la zaga. De modo que no es ya sólo que no fuéramos a salir mejores, es que lo que hemos tenido ha sido una presión unánime e invariable para que el desastre volviera tal y como estaba o, si podía ser, con más asco aún. En cualquier sociedad civilizada resultaría difícil entender que el sector hostelero que tanto reclamó la recuperación de sus horarios bajo la amenaza de que la ciudad se iba a pique se lave ahora las manos y mire a otro lado, pero lo cierto es que el mismo sector cuenta a su favor con una ley de silencio impuesta por los principales agentes del poder político en Málaga (incluido el propio sector hostelero) que se traduce en la perpetua vista gorda, la escasa vigilancia policial que permite trifulcas cada vez más multitudinarias, el ruido insoportable siete días a la semana y la puerta cerrada a cualquier normativa que pudiera garantizar un equilibrio más sano entre el ocio y el derecho a vivir aquí. Ya no vale decir que si a los vecinos del Centro no les gusta lo que hay siempre pueden ir a otro lado. Es lo que llevan años haciendo.

De modo que, si esto va de callarse y hacer como que no pasa nada, diremos, por nuestra parte, que no. Que ninguna ciudad puede permitirse el lujo de verse entregada a quienes demuestran actitudes no ya reprochables, sino denunciables, sólo por garantizar el beneficio de un sector profesional, ya sea en el Centro, en Teatinos o en cualquier sitio donde se permita esta sinrazón. Que Málaga no se merece aparecer retratada en informativos nacionales como un territorio en manos de salvajes en el que nadie hace nada por solucionarlo. Que hace falta más vigilancia, más seguridad, más responsabilidad y una normativa capaz de equilibrar los derechos de todos. Que el silencio sólo nos conduce a un cáncer enquistado que acabará por devorarlo todo si no ponemos remedio, y contamos con ejemplos en otras ciudades para darnos por advertidos. Es triste pensar que la misma ciudad que salió a la calle para pedir un museo ahora se conforma con ser pasto de los lobos. Pero a lo mejor los señores ya han tenido bastantes privilegios y toca recuperar, al fin, la Málaga que nos habíamos ganado.

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