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Cien años en los que el arte flamenco subió de las obscuras tabernas a los salones más delicados en los elegantes palacios del mundo. Cien años en que el cante, la guitarra y el baile ancestral y jondo se hicieron presentes ante la luz de las lámparas en patios floridos y en teatros, estremeciendo el alma e incendiando el corazón con letras de quintaesencia de amor y odio, de tristeza y sorna, entre el grito de la prima y el bordón de las elocuentes guitarras y el golpe seco, grave y profundo del tacón, bajo un prodigio helicoidal de infinitos flecos voladores, ingrávidos, evocadores de las recónditas partes del alma flamenca, entre la mano que pulsa y la que caracolea como una paloma asustada llenando así los silencios de historias mudas de palabras, pero exuberantes de notas imposibles que elevan al cielo el alma o entierran los corazones, sin piedad, en una suerte de gritos petenera o ayes soleá o ese alegre cante por fiesta bulería. Así ha sido durante estos cien años en que el cante jondo y el flamenco se han hecho presentes en la cotidiana vida y en cualquier lugar y sitio.
Sí, han transcurrido -que no pasado- nada menos que cien años -y ese ha sido el mérito- desde que el Centro Artístico de Granada, cristalizando una idea de brillo que tuvo Rafael Jofré y entusiasmó a don Manuel de Falla y a nuestro eterno, siempre eterno Federico -todos ellos socios del Centro- organizó, en 1922 y con estos calores, el que fuera primer Concurso de Cante Jondo. Aquí, sí, en Granada, donde casi todo pareciera imposible, donde es indolente hasta el agua de las acequias y el olor dulce del jazmín tras las tapias blancas y altas de los cármenes del Albaicín: paraíso cerrado para muchos…
El Centenario, una efemérides entrañable que enraíza, profunda, en la quintaesencia de la cultura de nuestro país y aún más lejos, se ha celebrado -como decimos, de la mano del Centro Artístico- durante todo un año de casi frenética actividad, bien orquestado por Celia Correa, que preside la Institución y por Juan de Dios Vico que todo lo ha organizado con la sabiduría y la elegancia que le caracterizan y definen.
Y la clausura ha sido en el patio y qubba nazarí del Parador Nacional, en la Alhambra. Entre cuyos muros aún observa, silenciosa, el alma de la que fue Isabel de Trastámara y donde se pudrieron, también, las humanas carnes del poderoso conde de Tendilla. Allí se desató el duende, entre los labrados muros. Y rompieron en mil pedazos los silencios las cuerdas de la guitarra, luz viva y prodigio en las manos geniales de Luis Mariano y otros mil duendes flamencos danzaron poderosos, entre los pies y las caderas de la gran Mónica Iglesias que supo en tarde de arte hacernos soñar en el aire. ¡Que magistral clausura de cien años de creación y duende! ¿O no?
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