Desahucios

Con la tribu y la obediencia al líder como única salida, resulta bien difícil resistirse a la tentación de la misantropía

05 de abril 2021 - 01:37

Se trataba, antes, no hace mucho, de convencer. Había ahí fuera gente, muy distinta, con posiciones e historias dispares, a menudo contrarias, y había que ser capaz de defender proyectos con soluciones para una mayoría lo más amplia posible. Aquella política pasó a mejor vida: la versión menos tolerante del 15-M por una parte y la creciente falta de complejos de la derecha más rancia y fanática por otra, coincidentes ambas en el aprovechamiento hasta la última gota de sus respectivas tetas nacionalistas, convirtieron el debate político en un enfrentamiento de convicciones y consignas. La cuestión pasó a ser la reafirmación de los principios propios siempre en virtud de la exclusión, por oposición radical a los otros. Así que se trató, a partir de entonces, de comprobar quién gritaba más fuerte, quién vulneraba con menos escrúpulo el límite último de la decencia. Como consecuencia, toda una generación de españoles quedó desahuciada de la política a mayor gloria de la abstención, el verdadero emblema electoral de nuestro tiempo. Uno no deja de escuchar que las últimas elecciones en Cataluña han demostrado una preferencia social por la izquierda y el independentismo, cuando a cualquiera que se arrogue la mínima calidad representativa, con los resultados sobre la mesa, se le debería caer la cara de vergüenza.

Nos quedaba la cultura. Una casa en la que estar, una resistencia de la que sentirse parte, una alternativa a modo de consuelo. Pero resultó que mucho antes de que la pandemia mandara al sector a hacer gárgaras, la lógica venía siendo la misma. Antes había un público al que convencer; ahora, casi con más énfasis que en las ligas deportivas, lo que hay es una fabulosa competición de líderes excluyentes, noli me tangere, cuya furia toca apaciguar. Confiaba uno en que la postmodernidad había liquidado del todo el mito del creador, pero resultó que lo teníamos de vuelta, vivito y coleando: toda una legión de apóstoles del yo, seguros desde la cuna de que sus personalidades y sus tormentas interiores debían ser consideradas auténticas obras de arte. Si antes los egos quedaban para los cotilleos y las bambalinas, ahora teníamos toda una maquinaria pedante y cursi de autoficción descarnada para convertir aquella nada en combustible de la industria cultural. La consecuencia tampoco se hizo esperar: de un día para otro se dejó de hablar de públicos para hablar de consumidores. Otro desahucio en bandeja.

Con la tribu y la obediencia al líder como única salida, resulta bien difícil resistirse a la misantropía. Lo que sí sabemos, seguro, es que la vida está en otra parte.

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