La tribuna

antonio Porras Nadales

Estigmas

EL trasfondo de la información suscita verdadera perplejidad: la Junta de Andalucía estudia retirar ayudas de alimentación a favor de niños escolarizados para evitar su "estigmatización".

Debo reconocer mi absoluto desconcierto: parece que lo importante entonces no es que en Andalucía haya niños pasando hambre, sino que lo que no está bien es que en nuestra tierra los pobres den la imagen de ser pobres. En consecuencia parece que la titularidad de uno de los más flamantes derechos reconocidos en nuestro Estatuto (el derecho a la asistencia social) no debe tener un carácter público, ni ser recognoscible por todos -todos los que, con nuestros impuestos, financiamos el coste de la asistencia- sino que se convierte en una especie de estatus vergonzante y secreto, algo similar a tener una enfermedad venérea, que conviene ocultar a toda costa de los ojos de los demás.

La Junta estaría así inventando una nueva categoría al servicio de la interpretación jurídica de los derechos humanos que seguramente interesaría al mismísimo Ferrajoli (el gran teorizador de los derechos de bienestar): la ponderación del grado de estigmatización que comporta el ejercicio de un determinado derecho. Así por ejemplo, si un ciudadano necesita asistencia sanitaria al sentirse enfermo, podrá solicitar su ocultación de las listas del SAS para evitar su efecto estigmatizador. O sea, los derechos sociales existen, pero algunos de ellos deben ubicarse en un trasfondo opaco y no visualizable de nuestra realidad, como si se situaran en el interior de la caverna de Platón, para que así todos los ciudadanos nos sintamos plenamente confortados en un plano de titularidad de derechos sin ningún atisbo de estigma.

Francamente, por muchas vueltas que le dé a la cuestión, no se encuentra su auténtica clave: recordemos que, por ejemplo, en Estados Unidos la asistencia social se pone en marcha a partir de los correspondientes informes de los funcionarios encargados (los asistentes sociales) donde se declara oficialmente a alguien como "pobre" y en consecuencia titular de un derecho a la asistencia. Ser pobre no constituye en América ninguna vergüenza ni deshonor, sino un mero requisito objetivo para la tramitación de la correspondiente ayuda social. Alguien pensará que el consolidado espíritu cívico y republicano de los americanos no llega ni de lejos a las sofisticaciones propias de la avanzada Europa: y así, en España podremos ser pobres sin serlo (oficialmente). No se sabe muy bien si porque al final en Andalucía cualquier pobre puede ser, sin que nadie lo sepa, beneficiario de unos de esos múltiples ERE que investiga la juez Alaya; o incluso titular de una cuenta corriente en Suiza. Es como aquello tan antiguo del "usted no sabe con quién está hablando".

El auténtico problema consiste en que a lo mejor no se trata en realidad de un asunto referido sólo a los "pobres" (nuestros honrados y dignos pobres) sino de una cuestión mucho más general y sofisticada: pensemos que en Andalucía nuestra realidad cotidiana nos ofrece un panorama social donde una gran mayoría de ciudadanos carece de empleo, o de vivienda, o de una adecuada atención sanitaria, educativa o asistencial; mientras que paralelamente, todos disponemos de unos soportes normativos estatutarios que nos "garantizan" el derecho al empleo, a la vivienda, a la salud, a la educación, etc., incluso hasta un derecho a la "buena administración". Disfrutamos pues, virtualmente, de todos los derechos propios de un Estado de bienestar avanzado, mientras la realidad del día a día nos ofrece un siniestro panorama que, por tan siniestro, consideramos que sería mejor tratar discretamente de ocultarlo. Nuestro brillante Estado social avanzado se habría convertido así en una especie de Estado de bienestar virtual, donde todos tenemos derecho a todo, aunque en la práctica no tengamos de nada.

Reproduciendo así el patético error de los hidalgos españoles muertos de hambre que reflejaba la literatura picaresca del siglo de Oro, sólo habría que proponer a la Junta que repartiera miguitas de pan para colocarse por la pechera, dando la impresión de haber comido opíparamente: una forma sencilla y barata de evitar cualquier atisbo de estigmatización.

Verdaderamente resulta dramático pensar que, cuando se trata del hambre física de criaturas inocentes, podamos todavía venir con estas gaitas. Y es que cuando los gobernantes se empeñan en refugiarse en una realidad virtual o ficticia, de la que pretenden que participemos todos los ciudadanos, al final ya no sabemos si estamos pasando hambre o es que alguien pretende estigmatizarnos. Todo porque la triste realidad de lo que sucede en nuestro entorno más inmediato nos molesta y nos perturba, y nos empeñamos en rechazarla.

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