Juan López Cohard

Hermosa Sicilia V: Siracusa-I

El personaje de Federico II es uno de los más interesantes de la historia universal. Extravagante, adelantado a su tiempo y un verdadero excéntrico

DE todas las ciudades que sobreviven desde la más remota antigüedad de nuestra civilización occidental, que no es otra que la griega, Siracusa quizá sea la única en la que aún se respira, se siente y hasta se palpa, sus orígenes griegos. De ahí que sea la única, junto a Atenas y a Roma, que siga teniendo la fama que tuvo en los siglos de máximo esplendor cuándo se convirtió en cabeza de la Magna Grecia compitiendo con Atenas y Cartago. El escritor italiano Edmundo de Amicis, famoso por sus libros de viajes, en su Recuerdos de un viaje a Sicilia se pregunta qué otra ciudad ha conservado una fama tan grande?.

La historia antigua de esta ciudad es la historia de una tiranía y de sus tiranos hasta que cayó bajo el poder imperial romano. Con Roma comenzó su decadencia tras ser saqueada y trasladados a Roma todos los tesoros de sus templos. Pero comencemos por aquellos colonos que, procedentes de Corinto en el s. VIII a.C., se establecieron junto a una laguna llamada Syraka. De ella proviene Siracusa. Los primeros asentamientos fueron en la pequeña isla de Ortigía y en el interior, en lo que hoy se denomina Tierra firme.

Con el tirano Gelón I, la ciudad creció espectacularmente, alejó las amenazas cartaginesas de conquista y se anexionó las ciudades de Megara y Eubea. Herodoto escribió de este tirano que cuando apresó a los megarenses, separó a los ricos que habían luchado en su contra, por lo que éstos esperaban que los matase, sin embargo Gelón se los llevó a Siracusa y los hizo ciudadanos para que contribuyesen al crecimiento de la ciudad. Estamos a finales del s.V a.C. Fue ésta una época de esplendor en la que la flor y nata de la literatura, las artes, la filosofía y las ciencias andaba por Siracusa: Esquilo (que, por cierto, estrenó Los Persas en el Teatro griego), Píndaro, Platón o Teócrito, entre otros.Tras la toma de Selinunte, Himera y Agrigento por parte de los cartagineses, Dionisio I (s.IV a.C.) consigue un acuerdo de paz y fortifica Ortigia. Un siglo después, bajo el tirano Gelón II, los romanos ponen sitio a la ciudad y tras un largo asedio se hacen con Siracusa. Ni todas las máquinas de guerra inventadas por el gran Arquímedes pudieron con la flota romana. De este asedio y de la contribución del genial físico surgieron dos preguntas. Una, si fue cierto que los espejos cóncavos fabricados por el genio para concentrar los rayos de sol en un punto, pudieron hacer que ardiesen las velas de las naves romanas, y otra, si es verdad que Arquímedes salió corriendo desnudo por las calles gritando ¡Eureka! al descubrir su famoso “principio”. Lo que si es cierto, parece ser, es que murió lanceado por un soldado romano cuando le reprendió por pisar los círculos que había trazado en la arena del suelo.

El siglo III atrajo a las comunidades cristianas que habitaron las catacumbas de Santa Lucía, Vigna Cassia y San Giovanni. Tras bárbaros diversos (visigodos, normandos, bizantinos), en el s. IX llegaron los árabes. Con los aragoneses nacieron multitud de iglesias y con los españoles se reforzaron las fortificaciones, especialmente la de Ortigia por mandato del emperador Carlos V. El terremoto de 1693 trajo el barroco de la mano y, en el s. XIX, Siracusa recupera su importancia económica y política.

La historia, especialmente la griega, la vamos a vivir como si estuviésemos en la época del tirano Dionisio I mientras recorremos la ciudad. Pero comencemos en el primer asentamiento, Ortigía, y atravesando el Puente Nuevo, desde la Vía Umberto I, con lo primero que vamos a encontrarnos es con el Templo de Apolo, las ruinas, claro. Solo se conservan unas cuantas columnas. Originalmente tenía diecisiete en los laterales y seis en los dos lados pequeños. Del s. VI a.C. es el templo períptero (rodeado de columnas) más grande de Sicilia.

Numerosos palacios, como el Gargallo (s.XX), Lanza (s. XV), con vestigios góticos, Platamonte o del Reloj, con una monumental escalera gótica, o el palacio Montalto, con una de las más bellas fachadas de la ciudad, nos irán saliendo al paso hasta llegar a la Plaza del Duomo. Allí nos encontraremos la barroca catedral “cuya portada, como una máscara barroca, da paso a un espacio que antaño fue templo griego para mayor gloria de Atenea y que todavía conserva las columnas dóricas del siglo V a.C.” Parte del templo y la iglesia medieval, fue integrada en la reconstrucción barroca con un resultado espectacular. Lawrence Durrell en su libro Carrusel siciliano la describe así: “La vieja iglesia, resonante y acogedora, producía sorpresa, parecía irreal y, por encima de todo, era hermosa en grado sublime. Se siente en el corazón un latido especial que nos advierte que estamos visitando, en realidad, el mismo corazón de la isla, la sutileza y la esencia de Sicilia.”

El Palacio Senatoriale (Ayuntamiento) sobrevivió al famoso terremoto y es obra del español Vermexio, apodado Lucertone (Salamandra), y con una, en una esquina, dejó firmada su obra. Más palacios y más iglesias, pero lo que nos sumerge de nuevo en la Sicilia griega es la Fuente Aretusa, ligada mitológicamente a los orígenes de la ciudad. La fuente, de agua dulce junto al mar, en la que crecen los papiros. Ya estaba manando cuando llegaron los griegos que rápidamente la incorporaron a su mitología. Mito que, Píndaro, Plutarco, Ovidio y Virgilio se encargaron de difundir. Aretusa era una de las ninfas de Artemisa; y Alfeo, enamorado de ella, no dejaba de acosarla. Alfeo era el dios del río homónimo en el Peloponeso, hijo de Océano y Tetis. Artemisa para esconderla de Alfeo, se llevó a Aretusa a Ortigía y la convirtió en fuente. Pero Arfeo, tan enamorado estaba que se convirtió en un río subterráneo que atravesó Italia, el Jónico y la encontró en Ortigía. Entonces sus aguas se unieron con las de su amada fuente Aretusa para la eternidad.

Los griegos creían que cualquier objeto que cayera en el río Alfeo en el Peloponeso aparecía más tarde en la fuente Aretusa.

La iglesia de San Martino, frente a la Galería-museo Regional, presenta una bella fachada gótica, siendo su interior una basílica paleocristiana del s. VI. Miremos hacia donde miremos nos encontraremos con magníficos palacios con diversos estilos arquitectónicos, desde medieval, como el Palacio Bonanno, hasta rococó, como el Palacio Bufardeci. Tras pasar la iglesia de San Francesco all’Immacolata, del s.XIII (reconstruida) llegamos al barrio judío en el que seguiremos viendo múltiples iglesias, algunas construidas sobre antiguas sinagogas. El Palacio Impellizzeri nos muestra una de las más bellas fachadas barrocas de la ciudad.

Rodeando la isla, en la Piazza Marina, se levanta la puerta del mismo nombre que es el único vestigio que queda de las antiguas murallas medievales. Tras la puerta nos encontraremos con la bellísima iglesia de Santa María del Miracoli, del s. XIV que conserva su interior medieval. Y, continuando el paseo circunvalando la isla, nos encontraremos con el magnífico y enorme Colegio del Gesuiti, barroco de 1635. Una vez dejada atrás la Fuente de Aretusa, nos encontraremos con el Castillo Maniace. Sobre un espolón rocoso, en la parte sur de Ortigía, se alza este bastión militar que fue construido, sobre un fuerte levantado por el general bizantino Maniakes (de él su nombre), en 1239 por Federico II Hohenstaufen, rey de Sicilia y Jerusalén y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Sobre el arco de entrada al fuerte figura el águila bicéfala de Carlos V. Sin duda, la magnificencia de este castillo hace suponer un uso más allá del puramente militar y debió usarse también como residencia real.

El personaje de Federico II es uno de los más interesantes de la historia universal. Extravagante, adelantado a su tiempo, un verdadero excéntrico que llegó a ser apodado como stupor mundi (asombro del mundo) y hasta, por sus continuas desavenencias con el papado, Anticristo y fue excomulgado varias veces. Murió en Apulia y su sarcófago está en la catedral de Palermo. Se le conoció también como “hijo de Apulia” y está considerado como uno de los representantes de la Escuela poética de Sicilia que él mismo fundó. Además, fundó la Universidad de Nápoles, hablaba y escribía más de siete idiomas y dejó varias obras escritas. En su libro El hombre de Apulia, Horst Stern, al estilo de Marguerite Yourcenar, relata la vida de Federico II a través de unas supuestas memorias que redacta antes de su muerte, entre 1245 y 1250.

En sus páginas se tratan los más diversos temas, tales como la ecología, filosofía, erotismo, cosmología, islamismo o el hachís y sus efectos, y desfilan personajes como Avicena, Averroes o San Alberto Magno. Es una obra que leí estando en la Universidad, casi cuando aún vivía el personaje, y que recomiendo porque puede ser comparada con Memorias de Adriano de Yourcenar y Yo Claudio de Robert Graves.

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