Hay palabras ante las que uno, de manera ya inconsciente, como un acto reflejo, se lleva la mano a la cartera. Una de ellas es innovación, especialmente en su versión inglesa. Esto va, ya saben, de apuestas decididas, algo que a Málaga se le da de lujo. Tras haber hecho sus apuestas decididas por los museos, el cine, el turismo y la peatonalización, estamos ahora en la correspondiente a la innovación, sobre todo en lo que se refiere a su aplicación en el sector cultural. Corríamos el riesgo de que aquella marca de ciudad cultural se quedara antigua, venida a menos, y dado que Google y Vodafone han bendecido este territorio con sus futuras sedes, la ocasión la pintaban calva para darle un meneo al asunto con la mayor autoridad. Ya no se trata sólo de que tengamos muchos museos, sino de que además sean innovadores y estén a la última. Dado que la pandemia ha obligado a poner en marcha de forma acelerada procesos de digitalización y presencia virtual, sería absurdo no hacer virtud de esa necesidad y mantener el órdago para facilitar una mayor proyección y universalización de estos equipamientos. Hasta aquí, nada que objetar. El problema llega cuando pasamos a considerar que esa estrategia de innovación conduce de manera consecuente y natural a una definición de Málaga como una ciudad de la cultura, igual que dos más dos son cuatro. Que, seguramente, en los consabidos términos estratégicos la cosa es clara y evidente, pero después, en el día a día, los matices son notables. Más aún, en esta identificación presentada como un axioma se intuye una trampa en la interpretación de la innovación como idea de progreso. Cantaba nuestro recordado Franco Battiato aquello de que "las barricadas se alzan siempre por cuenta de la burguesía, que crea falsos mitos de progreso". Y, sí, esta tónica, aun expresada de manera tan radical, se sigue dando: existe cierto consenso a la hora de definir los términos por los que el progreso de una determinada sociedad podría llegar a reconocerse; la idea de innovación es, sin embargo, considerablemente más abstracta en la medida en que se sustenta en aspectos, justamente, míticos. Hacer pasar a la innovación por progreso significa incurrir, por tanto, en un falso mito, algo a lo que podríamos llamar directamente especulación. Claro, nadie en su sano juicio va a mostrarse contrario a la innovación. Y, en el fondo, de eso se trata.

Es curioso el entusiasmo con el que Málaga se lanza a colgar adornos a la cultura a la hora de definir su política al respecto: innovación, turismo, posicionamiento, inversión, competitividad y otros muchos. Sin embargo, nunca, o casi nunca, se habla aquí en términos políticos de lo que la cultura es, por definición, antes que cualquier otra cosa: un bien público. Algo que es de todos, igual que el aire o la playa que pisamos. Una política cultural orientada al bien público se atendría a una clara noción de progreso, mientras que si seguimos hablando de innovación y turismo lo que tenemos es un falso mito: algo que supuesta presenta una imagen de realidad al final falsa, distorsionada y alejada de lo importante. Pero si se abordara en serio la cuestión de la cultura como un bien público habría más bibliotecas y mejor dotadas, más equipamientos, menos centralización, más oportunidades para los creadores presentes y futuros, más atención a la cultura popular, una oferta presencial más accesible y más cultivo de la participación desde la infancia. Pero, ah, ¿y lo bien que queda el pin de la innovation?

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