Lucía, mentiras y miedo

Sabe que aquello está plagado de mentiras pero no se molesta en contestar; sería remover un avispero

Lucía está relajada, aprovechando sus últimos días de vacaciones. Mira el mar mientras rebusca en su bolso; ha sonado una notificación en su teléfono y lee, en uno de sus grupos familiares, un mensaje sobre la invasión de los inmigrantes, la defensa de las fronteras y los podemitas, con algunos datos y bastantes insultos. Apura el último trago de su vaso y digiere, al mismo tiempo, el mensaje de su primo. Sabe que aquello está plagado de mentiras pero no se molesta en contestar; sería remover un avispero. Lo que no hará será reenviarlo a sus contactos, aunque sabe que la mitad de ese grupo sí lo hará y que aquella mentira tóxica viajará de móvil en móvil, y que posiblemente le volverá a llegar, a lo largo del día, desde otros grupos.

Su cerebro está perezoso, su cuerpo también. Para eso están las vacaciones, claro. No quiere pensar en todo aquello, pero el mensaje es tan hiriente, tan injusto, tan falaz, que no puede evitar que le ronde, como una de esas moscas molestas que aterrizan en su nariz durante la siesta. Ella no es una persona demasiado politizada, nunca estuvo demasiado pendiente de esas cuestiones, había votado a diferentes partidos a lo largo de su vida. Pero aún así sabía distinguir las mentiras y le molestaba la cantidad de mentiras que recibía a lo largo del día. Y presentía, claro, que había mentiras más sutiles que ella no estaba detectando, mentiras que digería como verdades. Sin más.

Ya no leía prensa, casi nunca. Nunca. Se informaba a través de internet y sentía que precisamente ahora, cuando más información podía consultar, más desinformada se sentía. Sin embargo cada vez se encontraba a su alrededor a más personas que habían radicalizado sus opiniones, defendiendo posiciones que se acercaban bastante al racismo, defendiendo la violencia, la mano dura, amenazando sin tapujos. Enarbolando mentiras con una ingenuidad y una simpleza que empezaba a dar bastante miedo. Ella no suele entrar al trapo, guarda silencio la mayor parte de las veces.

Lucía pide la cuenta y paga. Se desliza hacia la playa y camina por la orilla. Mira el mar. El mar no es mentira. Ni las personas que en ese mismo momento estarán navegando y naufragando en ese mar son mentira. Piensa en alguno de los inmigrantes que conoce: no le dan miedo. Piensa en esa gente que le manda mensajes llenos de odio y mentiras: podrían llegar a darle miedo. Son las mentiras las que le dan miedo, concluye Lucía. Es su silencio, también, el que le da miedo.

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