La vida vista

Félix Ruiz / Cardador /

Marta

DIGAMOS que mi amiga se llamaba Marta. Morena, con hoyuelo, ojos verdes. Nos conocimos muy pequeños y a eso de los nueve años sentía por ella un amor sin fronteras. Usain Bolt parecía yo corriendo al salir del colegio, mochila al hombro, para ir hasta el suyo y poder así acompañarla. Inolvidable, desde luego, la noche de un Martes Santo en la que nos dimos un beso. Hace muuucho tiempo de eso. De hecho Marta y yo perdimos el interés -más ella que yo- poco después y hace siiiglos que no nos vemos, desde la adolescencia. Pero el otro día soñé con Marta. Era un sueño loquísimo, que, eso sí, me condujo a tener un encuentro fortuito con ella en una calle que ahora ni sitúo. Lo curioso del sueño no es sin embargo que apareciese Marta, sino que lo hacía no con la edad de entonces, sino con la actual, cerca de los 40. Caminaba ella con dos niños pequeños de la mano y su frente la surcaba un mechón canoso. "Hola, Marta", le dije. "Hola, Félix. Qué alegría", dijo ella, guapísima. Fue entonces cuando me desperté, una lástima, una gran lástima. Intrigado, y todavía vaporoso, me tomé el café matutino. Y no pude evitar la tentación de coger el móvil y buscarla en Facebook contraviniendo mi norma de que a los sueños no hay que hacerles caso porque son detritus. Di con ella tras un rato de pesquisas y comprobé en sus fotos actuales que su aspecto de hoy varía muy, muy poco del que tenía en mi sueño. No tenía el mechón canoso, pero lo demás era casi idéntico. Qué maravilla el cerebro, me dije. Qué maravilla. Y desde entonces no paro de pensar que teniendo esa herramienta brutal en la cabeza no sea capaz uno siquiera de dejar de caer constantemente en los mismos errores. Los seres humanos sí que parecemos metidos en un bucle, y sólo basta ver los titulares de los periódicos para darse cuenta de que navegamos demasiado a menudo por el océano de la estolidez lacerante. Qué mal aprovechado el talento que nos viene dado, pero qué mal. Tanto que da por pensar si no andaremos aún en los albores de la humanidad a pesar de nuestras ínfulas. Ganas me dieron de contarle todo esto a Marta, pero, cauteloso, me abstuve de escribirle. Demasiado tiene uno con el presente como para encima ponerse a remover los rastrojos del pasado. No negaré, eso sí, que desde entonces espero cada noche que Marta regrese a mi sueño, pero no la de ahora sino la de entonces. La del hoyuelo, la de los ojos verdes, la de la sonrisa de anuncio, la del beso. Ya saben: la que nunca volverá porque ella era mi infancia… y la infancia nunca vuelve.

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