De acuerdo, confieso que en ciertas ocasiones en que escucho la palabra cultura me pasa como a Goebbels y me entran ganas de coger un revólver. No obstante, conviene ser preciso en el análisis: mientras Málaga se ha dedicado a hacer de la cultura su emblema y su escaparate, invocándola como a una especie de hada madrina cumplidora de los mejores deseos, argumento blandito y ridículo para convocar Noches en Blanco, mercadería diversa e imposturas a mansalva, resulta que en la misma ciudad se ha creado algo que podemos reconocer sin reservas como un público. Lo que no quiere decir que no lo hubiera antes, pero sí se trata de afirmar que en Málaga tenemos un público hecho a los usos, las ceremonias y los procesos habituales que la cultura adoptó a cuenta de la postmodernidad (y, seguramente, para bien): ya no se trata de ir a adorar a tal ídolo ni de sacudir la caspa al preboste de turno, sino de crear comunidades donde las experiencias culturales sean compartidas, significantes y, en contextos cada vez más amplios, transformadoras. En el paisaje actual, seguramente como reacción a la sequía impuesta por la epidemia, este público se muestra altamente resonante: prácticamente todas las actividades culturales que se brindan a la ciudadanía cuentan con aforos llenos y respuestas a la altura, lo que no se explica sólo con la reducción de aforos, también con la evidencia de que había, y hay, una sed que aspira a ser saciada. Y si esto es así, si tenemos un público que no duda en reunirse en torno a un libro, a una película, a una obra de teatro, a un coloquio sobre política o feminismo, a una exposición en una galería o a una visita guiada por los rincones históricos de la ciudad, con una actitud constructiva y cooperante frente a la vieja pasividad del mero espectador, es porque Málaga cuenta con las personas capaces de articular esa misma actividad en los términos más deseables. Gestores capaces de sacar adelante programaciones contra viento y marea, contra clausuras y restricciones, para receptores congregados a menudo en espacios mínimos que precisamente por su consideración de público merecen el mismo empeño necesario para organizar un evento con diez mil almas. Es genial que los Premios Goya brillen en Málaga, pero bajo todo el glamour están los rostros anónimos de quienes hacen posible la cultura. El público, el público. Ni más ni menos.

Sólo un ejemplo: quienes acudimos en enero a la pasada edición del Festival de Teatro asistimos al esfuerzo titánico de la organización por adaptar la programación a las restricciones, progresivamente más severas, que cada semana anunciaba la Junta de Andalucía. Hubo que cambiar horarios, adelantar funciones a las cuatro de la tarde, reducir aforos, anular las entradas vendidas y volver a sacarlas a la venta en un plazo de menos de veinticuatro horas, poner toda la carne y algo más en el asador para no dar perdida ni una sola función que pudiera llevarse a cabo. Y el público respondió siempre, llenando lo que podía ser llenado, con el almuerzo por digerir o directamente sin comer. Pues bien, lo mismo puede decirse de otras muchas actividades, culminadas con el esfuerzo de quienes en demasiadas ocasiones se quedan fuera de reconocimientos y palmaditas en la espalda. Si esta ciudad quiere un modelo eficaz para su vertebración, su desarrollo y su evolución más feliz, lo tiene sin duda en sus gestores culturales. A lo mejor Al Pacino no les manda un vídeo. Pero ellos hacen una ciudad mejor.

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