Cundió el alivio en casa cuando supimos que la Policía había detenido al hombre que ha llenado los barrios del Molinillo y Capuchinos de pintadas negacionistas del Covid, con un ánimo expansivo que llegó a la Trinidad y otros barrios. En La Victoria sentíamos la amenaza cada vez cerca, hasta el punto de que en mi propia calle amanecieron unas pintadas. Afortunadamente, los responsables de la detención del presunto lograron dar con el mismo después, eso sí, de unos destrozos de órdago que llenan de desaliento al más pintado (con perdón). Es casi inevitable preguntarse qué pasará por la cabeza de alguien que decide emprender tal batalla, y la conclusión más fácil y evidente es que lo mejor es no hacerse esa pregunta. A la primera impresión de alivio, teñida incluso de cierta alegría, siguió una sombría sensación agridulce no exenta de culpabilidad. Es legítimo celebrar el final de algo que no nos gusta, supongo; pero será siempre mejor conducir el deseo a la inexistencia directa de ese mal, no a su represión. No deja de ser una pena que algo así haya sucedido, y esa pena abarca tanto el daño causado como a la persona causante del daño. Habría sido preferible que nunca hubiéramos tenido estas pintadas y que, en su lugar, se hubiera dado la más aburrida, cotidiana y abúlica monotonía. Ante el elevado número de víctimas, tanto las instituciones como la sociedad española (al menos en gran parte) declararon la guerra al negacionismo, alimentado a través de los cauces que todos conocemos. Pero la victoria, que todavía no está consumada, aunque sí ha estado cantada desde la misma entrada en juego de la vacuna, ha llegado a celebrar como méritos propios el fallecimiento a causa del coronavirus de varias personas negacionistas, algunas de cierta relevancia mediática. Es verdad que a la hora de destrozar la ciudad con pintadas da igual el motivo, pero también que, al menos en este caso, la persona que se ha encargado del destrozo tenía intenciones bien claras respecto al negacionismo que ahora se da por desacreditado. Y seguramente esto multiplica el alivio.

De acuerdo, los negacionistas ponen en peligro a los demás con su negativa a ponerse mascarillas y a vacunarse. Yo también considero que las vacunas, como el uso de las mascarillas cuando así se ha considerado conveniente, deberían ser obligatorias. Es mi opinión y tiene, exactamente, ese valor. Y no hay razones demostradas para considerar que mi opinión, al contrario que la de los negacionistas, ponga en peligro la vida de nadie. Pero no sé hasta qué punto la consideración de los negacionistas como apestados, merecedores del señalamiento y de la solución final a juzgar por ciertos comentarios, habla bien de nosotros como sociedad. La inmensa mayoría de la gente ha hecho lo que había que hacer, muy a pesar de los disturbios del ocio nocturno, y esto sí entraña un motivo de celebración tanto o más que el ritmo de la campaña de vacunación. Pero contra el disidente siempre será preferible la pedagogía antes que la aniquilación. Y la pena, después, antes que la venganza.

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