La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

O’Neal: si no fuera…

Si no fuera por ‘Barry Lyndon’, Ryan O’Neal sería recordado como un actor mediocre que tuvo un breve éxito en los 70

Si no fuera porque el Waterloo de Bondarchuk fue un injusto fracaso, Kubrick, en la cumbre tras 2001: una odisea del espacio, quizás hubiera logrado que la Metro produjera su película sobre Napoleón.

Si no fuera porque nunca logró encontrar otra productora para ese proyecto en el que trabajó obsesivamente reuniendo una asombrosa cantidad de materiales que Alison Castle inventarió y reprodujo en su libro Stanley Kubrick Napoleon. The Greatest Movie Never Made–800 páginas dedicadas a una película que no existe–, nunca hubiera rodado Barry Lyndon, premio de consolación que se dio a sí mismo armando el proyecto con su productora Hawk Films, su filial Peregrine Productions (tenía el hombre el gusto de poner nombres de aves de presa a sus productoras) y Warner.

Si no fuera porque Warner le obligó a elegir entre el catálogo de los actores más taquilleros que entonces encabezaban Clint Eastwood, Ryan O’Neal y Robert Redford, y porque Redford, que fue su primera opción, rechazó su participación en la película, Kubrick nunca hubiera elegido al inexpresivo y muy limitado Ryan O’Neal. Era una estrella gracias al inmenso éxito de la tan mal envejecida Love Story (en realidad nació vieja) y había estado correcto en las apreciables ¿Qué me pasa doctor? y Luna de papel de Bogdanovich. Pero Kubrick estrujó su inexpresividad, hizo cambios en el guion para adaptarlo a lo que intuía en él y logró lo que parecía imposible: obtener de O’Neal una interpretación de gran hondura dramática sacando en la primera parte de la película (el ascenso de Lyndon) todo el jugo a su maciza e inexpresiva belleza; dándole en la segunda parte (el éxito de Lyndon) un aire de imbécil crueldad y en la tercera (la caída de Lyndon) un tierno patetismo que nadie, salvo Kubrick, hubiera sido capaz de extraer del actor que, inteligentemente, se dejó amasar pacientemente por el director sin protestar nunca por su obsesivo perfeccionismo que a tantos otros agotaba.

Si no fuera por tantos “si no fuera”, Ryan O’Neal sería recordado en su fallecimiento como un actor mediocre que tuvo un breve éxito en los años 70. Pero para su fortuna interpretó la que Scorsese considera la mejor película de Kubrick –lo es, junto a 2001, además de la única en la que la emoción derrite su helada perfección– y el juicio del tiempo, el único certero, ha establecido para siempre como una obra maestra.

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