LOS católicos europeos tenemos la sensación de que nuestra fe decae, pierde protagonismo en la construcción del mundo del siglo XXI. Incapaces de mirar más allá de nuestros opulentos ombligos, incluso presagiamos la propia desaparición de la Iglesia. Obviamente nos falta perspectiva. No es eso lo que dicen las cifras. Del Anuario Pontificio 2016 y del Annuarium Statisticum Ecclesiae 2014, ambos editados el pasado marzo, se extrae idéntica conclusión: el número de católicos no sólo no disminuye, sino que aumenta. Así ocurre, por ejemplo, en África (con un crecimiento del 41%, entre 2005 y 2014, frente al 23,8% de su población), lo que le convierte en el territorio que encabeza el ascenso. Los restantes datos son igualmente positivos: en Asia también se registró un crecimiento de católicos superior al de la población (20% frente al 9,6%); algo parecido sucedió en América (11,7% frente al 9,6%); en Europa rondamos el 2%, una subida ligeramente superior al aumento poblacional; en Oceanía, por último, el número de católicos creció menos que el de su población (15,9% frente al 18, 2%).

Totalizando porcentajes, la situación es francamente optimista: hoy hay en el planeta el doble de católicos que en la década de los 70, en torno a los 1.272 millones de personas. Añadan que los expertos pronostican un mantenimiento de la tendencia: 400 millones más para el año 2050.

Especialmente significativa -antes lo señalé- es la situación en África: en el siglo XX, el número de católicos del continente se acrecentó de los 2 millones en 1900 a los 200 millones de ahora.

Ante esas realidades, el mito de la demolición inminente de la Iglesia queda desmentido. Nuestras creencias y nuestros valores anidan cada vez en más corazones. Al tiempo, no lo ignoro, tal fenómeno provocará tensiones en la institución. Uno de los mayores retos de nuestro futuro es saber cómo afectará a la Iglesia, tradicionalmente europea en su pensamiento y en su organización, esa sangre distinta y distante que en la actualidad principalmente la renueva.

Dios proveerá, supongo, y nos dotará de luces para armonizar una globalización que ya no lideramos. Al cabo, me quedo con el orgullo de pertenecer a un cuerpo vivo, palpitante, incólume en su capacidad transformadora. Y con la vergüenza, quizás, de saberme casi en la cola -a pulso se lo ganó nuestra tibieza y nuestra molicie- de ese huracán humanizador y revolucionario que Cristo desencadenó.

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