Calle Larios

Pablo Bujalance

Pseudociencias

QUE la Universidad de Málaga ofrezca un curso de medicinas alternativas y disciplinas pseudocientíficas no deja de ser, en rigor, una respuesta honesta a los rankings diversos que sitúan a la institución a la cola de las universidades españolas. Pero también es un signo de los tiempos: en épocas oscuras y de inseguridades palpables, con amenazas de muy diversa índole revoloteando a diario y ante las señas de desgaste de la socialdemocracia y el Estado del bienestar, alzadas las diversas alternativas que se adjudican el derecho al relevo pero sin las garantías suficientes, todo termina sometiéndose a la más implacable duda. Incluso aquello que ha costado siglos incluir entre nuestras certezas. Con el desprestigio de las humanidades a cuenta del imperio tecnocrático y el exilio del conocimiento científico a cuenta de un país dispuesto a hacer el ridículo, que sucediera algo así era sólo cuestión de tiempo. A los pregoneros de las verdades que no gozan de una demostración empírica según las reglas elementales acuñadas por Aristóteles (sintiéndolo mucho, en tanto tiempo nadie ha acertado a establecer un sistema más fiable) les encanta, por lo general, denigrar todo lo que huela a académico; pero, al mismo tiempo, su mayor aspiración no es otra que el reconocimiento del academicismo, la inclusión de su palabrería en el Quadrivium. Ha tenido que salir un grupo de profesores con la autoridad intelectual competente para poner las cosas en su sitio, y esto, al menos, le aporta a uno cierta tranquilidad. En la denostada Universidad de Málaga hay de todo, pero también (también) docentes e investigadores que dan lo que cabe de esperar de ellos, y algunos un poco más. No obstante, quizá el remedio ha llegado tarde; al menos, para evitar lo lamentable.

Cada vez que Umberto Eco salía diciendo que la Universidad tenía que ser más selectiva y rigurosa si quería conservar el respeto ganado en el último milenio, la misma socialdemocracia que ahora flaquea se le echaba encima. Pero todo apunta a que tenía razón. Y no se trata de reservar la formación a quien pueda pagársela, sino a quien esté dispuesto a considerar (y actuar en consecuencia) que el conocimiento es un patrimonio digno de atesorar, ordenar, dilucidar y difundir. Respecto a la dichosa cultura del esfuerzo, la Universidad sólo debería predicar con el ejemplo, pero en serio: los ganapanes, colocados, amiguetes y demás interesados disponen de otros sistemas de promoción (de la política a la cultura pasando por el deporte) de los que beneficiarse. En las aulas sólo debería considerarse un criterio nietzscheano: borregos y lastimeros, absténganse. Pero quién iba a votar entonces.

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