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Ignacio F. Garmendia
Un drama
En tránsito
Vivimos en un mundo muy raro. En Galicia, patria de las meigas, se ha decretado que el clima es un sujeto de derecho y para ello se ha promulgado una Ley del Clima. Muy bien, pero desde los tiempos del Derecho Romano sabemos que todo sujeto de derecho es también responsable de una serie de obligaciones. Y en ese caso, ¿podremos ponerle una denuncia en Galicia al Señor Clima -espero no haberlo ofendido por considerarlo masculino- si hace frío en agosto o si no llueve en abril, aguas mil? ¿Podremos quejarnos del calor insoportable o del frío despiadado sin incurrir en alguna clase de delito de desobediencia? ¿Será el grito de "rayos y truenos", pronunciado en tono iracundo o burlón, una consigna subversiva por la que se nos podrá multar? Cualquiera sabe.
Lo que está claro es que poco a poco, sin darnos cuenta, impulsados por una especie de ecologismo romántico cargado de buenas intenciones, vamos volviendo al animismo de nuestros antepasados del Paleolítico. Los animales ya son "seres sintientes" en nuestra legislación, cosa muy digna de elogio, pero ¿hasta qué punto se pueden extender los derechos de los animales? Es evidente que no se les puede dañar ni maltratar, pero ¿qué pasa si un dóberman enloquecido intenta despedazarnos? ¿Y si un jabalí furioso se nos cruza por un sendero de montaña? Llevados por nuestra confortable vida urbana, tendemos a considerar a los animales como tiernas mascotas con las que jugamos en TikTok, pero hay animales que pueden hacernos mucho daño. ¿Son únicamente sintientes? ¿O pueden ser también, en determinadas circunstancias, seres peligrosos y dañinos? De momento, imposible saberlo.
Llevados por nuestro deseo de parecer buenos y sensibles y respetuosos con todas las criaturas vivas -incluyendo al Señor Clima, al que tratamos como si fuera un dios lar que gobierna nuestras vidas-, estamos entrando en un extraño delirio panteísta que no sabemos hasta dónde podrá llegar. Por un lado nos influyen el legítimo respeto a los derechos de los animales y la necesidad de luchar contra el cambio climático. Pero por el otro lado empiezan a afectarnos las supercherías New Age y la obsesión igualitarista que preconiza el empobrecimiento económico y el retorno a la vida elemental de nuestros tatarabuelos. Y si una cosa está bien -muy bien-, la otra da mucho yuyu. Mucho.
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