HACE algún tiempo encontré en casa un almanaque de bolsillo de 1969, con una publicidad de una marca cervecera en la que una madre sonriente sirve el néctar fermentado de la cebada con generosidad, en vasos de tubo, a toda la familia, incluidos dos mocosos de no más de diez años. El anuncio no resistiría hoy el mínimo control de salud pública y sería acusado de inducir a los menores al consumo de alcohol. La sociedad del siglo XXI es infinitamente más sensible; prueba de ello es el caso Dragó, para el que comparto la apreciación de Luis Antonio de Villena, quien afirma que parte del problema se encuentra en el tono escogido: si el autor hubiese adoptado un registro confesional el texto no habría levantado tanta polvareda, pero lo que le hace parecer imperdonable es la chulería expresa del escritor. Un juzgado de San Sebastián suspendió de forma cautelar la proyección en la Semana de Cine Fantástico donostiarra de la película A serbian film al considerar que el brutal largo, que había causado ya desmayos y espantos en Cannes y Sitges, podía incurrir en un delito contra la libertad sexual. Y en Málaga, la Diputación ha retirado dos cuadros de Eleazar de una exposición después de que la responsable de Igualdad, Paloma Sahagún, considerara que "afectan a la dignidad de las mujeres" (en uno de ellos aparece una política en paro anunciándose como prostituta). Está claro que la Diputación es libre de colgar en su casa los cuadros que le dé la gana, y que, tratándose de un espacio público, debe ejercer una responsabilidad social. Pero ¿se trata realmente de una reacción por sensibilidad, o por susceptibilidad? Mi temor es que, si se responde a la ofensa con la extinción como norma común, esa misma sociedad se termine infantilizando. A veces, la provocación es necesaria para alcanzar cierta madurez. Decía Erasmo que la censura actúa no tanto por la capacidad de ofender sino de sentirse ofendido. En el equilibrio está la cordura.