
Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Tiempos de rebelión
Esta semana he tenido el triste privilegio de asistir a los funerales de las madres de dos amigos, acompañándolos en tan difíciles momentos. No han muerto de Coronavirus. Se han ido porque, cada año que pasa, acumulamos más números para el sorteo de un crucero por la laguna Estigia y ellas habían vivido muchos. Aunque no fueran todos los que sus hijos hubieran querido. Perder un ser querido es un dolor que quizás solo sea comparable con ver cómo se apaga. Me lo comentaba uno de ellos, que quiso compartir conmigo cómo le llamó el médico para decirle que el organismo de su madre simplemente se había cansado y cómo asumió que la mejor alternativa era que se fuera apagando poco a poco. Sin darse cuenta. Me lo contó sereno. Con la calma de quien sabe que habría dado la vida si hubiera estado en su mano prologar al suya. La muerte de los otros siempre nos acerca a la nuestra.
El conocimiento de sus últimos días nos invita a pensar cómo queremos que sean los nuestros. Siempre he pensado que, puestos a elegir, me gustaría una muerte repentina, porque me aterroriza la imagen de verme postrado esperando a la parca. Jugando al rugby sería épico y confío en que los compañeros sabrían disculparme la interrupción. En cualquier caso, me gustaría que respetaran mi elección, que es lo que la reciente ley de eutanasia ha hecho. Darme unas mínimas garantías de que, llegada la hora, alguien podrá ayudarme libremente a que se cumpla mi último deseo. Que no es él de los que están a mi alrededor, sino el mío. Tampoco es tan difícil de entender. Más difícil es entender la invocación a un juramento hipocrático olvidando que esa misma cultura reconocía el derecho a la eutanasia.
E imposible entender que se niegue mi capacidad a decidir sobre mi vida al mismo tiempo que se defiende la capacidad del Estado para decidir sobre la vida de un ciudadano aplicándole la pena de muerte. En el fondo es lo mismo: la negación hasta el último momento de tu derecho sobre lo único que es realmente tuyo: tu vida. Una vida que no te pertenece a ti, sino a un a Dios con quienes sus vicarios, a diferencia tuya, tienen hilo directo. Tan simple y cruel como todas esas películas en las que los verdugos salvan al condenado del suicidio para poder ajusticiarlo a la mañana siguiente. Eso sí, después de ofrecerle poner en paz su alma pidiendo perdón por el pecado de haber intentado privarles del derecho a quitársela.
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