Cenacheriland

Ignacio del Valle

Turismo de mercados

La alarma es que acercarse al mercado de Atarazanas es deporte de alto riesgo para la paciencia

El viajero en ciudad extraña se mimetiza con los naturales. Paseos, museos, prensa, comercios y bebestibles. Cómo visten, digieren y beben, cuánto se dejan para darle a la gula o si las habitaciones del hospedaje tienen bidé. Visitar un mercado vecino es muy flaneur. Cotillear los puestos de palafito veneciano con esas lanchas cargadas de cajas y pregos. Los tenderetes de Montparnasse en caballetes de madera, toldos de lona y merci beaocoup.

Ya en la patria, la despensa se acopla al día a día. En la liturgia y orofragía del fin de semana una sesión mercado central sirve de toma de tierra, enraíza con el desertor de la azada interior, o en el peor y gastronteril caso, aviva el fogón de los cocinillas posmodernos.

El sueño de mucho provinciano capitalino es vivir en el centro. A dos pasos del despacho o el mostrador. Como en los poblachones entrañables con todo el cotarro a mano. Dado que el centro se despobla y rellena con remesas de vecinos efímeros, los empadronables se desparraman por la Cenacheriland lineal. De ahí que bajar al centro se plantee como un triduo, una peregrinación a las esencias y sonidos del sábado.

No hay que ser un hueleollas en busca y olfateo de boletus, trufas, tamarindos o especias morunas para ver cara a cara los ojos de pez, a los que la fresca innovación pone lentillas de plástico. La alarma es que acercarse al mercado de Atarazanas es deporte de alto riesgo para la paciencia. Será por los atracones de cruceros, los recién llegados a lomos de AVE o aterrizados en medio del puente de octubre. Ávidos de colores jugosos de naranjas, uvas, melocotones, dátiles amarillos…los rebaños de chanclas atascan la impaciencia y sospecho también el negocio del quien da la vez. Una irrupción arrasadora en un ecosistema circular delimitado por jubilados, viudas arrastrando carritos y hípsters con veganías magistrales…todo alterado por decenas de cámaras papamoscas que ni comen ni dejan comprar.

Entre la gimkana humor amarillo para acceder a la amargante almendra histórica, el asedio de veladores en doble fila y sus angosturas senda de cabra, la tan cacareada experiencia vital se convierte en una tortura del si no sé no vengo, incluso para el turista. Me encuentro con un tocayo, especialista en estas cosas del mercadeo y casi se le escapa la palabra prohibida: turismofob…

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios