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Llegado el verano, uno apetece la cercanía del mar, su lento y amistoso oleaje, contemplado desde la amura del chiringuito. Uno puede recordar, no obstante, otros lances menos hospitalarios del mar, y es así como asoma a estas páginas don García de Silva y Figueroa, muerto frente la costa portuguesa, no lejos de la embocadura de Lisboa, el 22 de julio de 1624, hace ahora cuatro siglos y un año. Por supuesto, podríamos citar otros embajadores españoles de singular valía, tan olvidados como el propio don García, hijo insigne de Zafra. No los hay tantos, sin embargo, que hayan descrito, por primera vez, la escritura cuneiforme, y que hayan identificado, rescatándolas del olvido, las ruinas de Persépolis, en abril de 1618. Quizá el embajador que más se le acerque sea el jesuita madrileño Pedro Páez, quien por los mismos días –abril y 1618–, descubría las fuentes del Nilo que luego se atribuiría, ya en el XIX, Burton.
Páez describe su hallazgo en una Historia de Etiopía firmada por él mismo. García de Silva da noticia de su descubrimiento en los Comentarios de D. García de Silva y Figueroa de la embajada que de parte del rey de España Felipe III hizo al rey Xa Abás de Persia. Libro que en España no se editó hasta 1903. El viaje, emprendido en 1614, no tenía otro objetivo que convencer al Sha de que siguiera haciéndole la guerra al turco, para mantener en paz el Mediterráneo y que no se entorpeciera, ya en la banda oriental, la llegada de los navíos españoles a las Filipinas. En el entretanto, don García va anotando los grandes tiburones y las ballenas monstruosas que se cruzan en su singladura; más todo aquello que resulta de interés para el acervo erudito de su siglo. Nadie recuerda, en fin, al naturalista sevillano Antonio de Ulloa, descubridor del platino. Y tampoco a los hermanos aragoneses Félix y Juan Nicolás de Azara: el primero, autor de unos Viajes por la América meridional, por orden de Carlos III, que menciona Darwin; el segundo, embajador en Roma, amigo de Bodoni y Mengs, y traductor de sus obras en lengua española.
García de Silva muere en el mar, ya fatigado y anciano, fruto de unas hinchazones crecientes, conocidas como enfermedad de Loanda. Parece que su embajada no sirvió de mucho, salvo para este rescate de Persépolis, la ciudad de Darío y Jerjes, largamente dormida en la arena.
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