No de ayer

En páginas aparentemente inactuales, Zweig sigue hablándonos a los europeos de cualquier tiempo

Recientemente conmemorado en Málaga, gracias a una feliz y oportuna iniciativa de Alfredo Taján, la única por cierto que ha tenido lugar en España, país donde los libros del autor vienés han disfrutado de una excelente acogida desde antes de la Guerra Civil hasta hoy mismo, el centenario de la muerte de Stefan Zweig nos lleva a preguntarnos por las razones de la vigencia de su obra, más allá de la evidente calidad de una prosa que en su triple faceta narrativa, biográfica o ensayística, si es que cabe diferenciarlas, aúna la precisión, la amenidad y la elegancia, puestas al servicio de una alta idea de la civilización que su artífice encarnó en el peor de los tiempos. Más que en su poesía de juventud, ahora recuperada, o en la ficción pura donde Zweig, siguiendo la estela de Schnitzler y otros buceadores del inconsciente, dejó decenas de piezas encantadoras y algunos relatos memorables, encontramos esas razones en las miniaturas históricas y en las semblanzas literarias, en las que su impugnación del fanatismo encontraría una manera elíptica de condenar las ideologías represoras, el doble rostro de una barbarie con la que contemporizaron tantos académicos e intelectuales. Judío de ascendencia y europeo de nación, en tanto que exponente de un cosmopolitismo genuino que no consideraba ajena ninguna de las tradiciones del continente, Zweig empezó a morir tras el finis Austriae, cuando el idealizado imperio de los Habsburgo, símbolo de la "belle époque" y de la convivencia entre pueblos y culturas, se disolvió tras la Gran Guerra. Continuó su declinación, cuando ya era una celebridad internacional, después de huir de los nazis para formar parte de la nutrida comunidad austroalemana de escritores en el exilio. Y acabó sus días cuando el aislamiento, la inadaptación y la melancolía lo llevaron al suicidio. En todos esos años, al tiempo que se acrecentaba su nostalgia del mundo de ayer, al que dedicaría una de las grandes memorias del siglo, no dejó de escribir ni de publicar, pero se mostró incapaz de condenar las ideologías que detestaba, como le reprochaban con razón los expatriados comprometidos con la denuncia del totalitarismo. Pero su silencio, tan señalado, no era tal, pues habló de otra manera. Tres libros en particular, los que dedicó a Erasmo, a la querella de Castellio contra el impío Calvino y a Montaigne, ya en las postrimerías, ejemplifican su noble defensa de una "patria espiritual", como la llamó en la conmovedora nota de despedida, inseparable de la libertad, la tolerancia y el legado humanista. En esas y otras páginas, tan aparentemente inactuales, Zweig sigue hablándonos a los europeos de cualquier tiempo.

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