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Cuando me aventuro en la lectura de ciertos autores o en determinadas películas o grupos musicales, siempre termino añorando a los clásicos. Poco hay que justamente se le pueda equiparar. Siempre pretendo sintonizar con los grupos modernos, pero acabo escuchando cualquier pieza de Haendel, Haydn o las típicas arias de siempre, bien de Puccini o Leoncavallo. Puede sonar pedante pero es la verdad. No hay color.
Otras veces, me adentro en algún escritor que está pegando fuerte. Menos mal que siempre me están esperando Clarín, Galdós o Unamuno. Algo parecido me ocurre con el cine. Me enervan muchas de las películas actuales, tan pretenciosas y tan vacías. En ocasiones me entretiene una película que sabemos que es para pasar el rato sin ningún objetivo transcendental porque para esto hay que saber y estar muy inspirado y, sobre todo, haber visto mucho cine clásico.
Desde pequeño empecé a amarlo. Cada martes o miércoles ponían alguna de cine negro de Bogart, algún musical de F.Astaire o alguna de Hitchcock, que no te dejaba parpadear. Otras veces ponían ciclos dedicados a K.Hepburn, Susan Hayward o sobre el mismísimo Montgomery Clift o B.Lancaster. Todo lo veía con absoluta fascinación.
A través de las aplicaciones o plataformas vuelvo a reencontrarme con aquellos clásicos que me dejaron marcado. Solo con los títulos de crédito o aquella música envolvente, lánguida y romántica, mi carne se ponía de gallina. Es una emoción contenida e inefable. El que lo probó lo sabe. Hay muchas personas que huyen del cine en blanco y negro, de sus tramas y de todo el encanto que desprenden: en realidad no lo ven, ni lo sienten.
Pues bien, hoy he descubierto un clásico que no conocía o no recordaba. Creo que no llegó a estrenarse en los cines o su paso fue tremendamente efímero. Por otra parte, dudo mucho que esta película fuera del agrado de nuestro pasado régimen. Se trata de una joya que hay que acariciarla con las yemas de los dedos: “Madeleine” de David Lean.
El padre autoritario y controlador, la hija obediente y víctima de ese despotismo paternal. El pretendiente correcto, la pasión descontrolada del amante, el veneno que hace acto de presencia y el juicio por asesinato de la protagonista. Además, el caso ocurrió realmente en Glasgow en el siglo XIX. ¡Y esa ambientación decimonónica que no se pué aguantá! Y confitada con una excepcional banda sonora de William Alwyn que te hace levitar. Esto es: ponerse la carne de gallina y regresar a un pasado remoto donde habitabas felizmente junto a tus seres queridos que ya marcharon: unidos, viendo estas películas mientras las imágenes en blanco y negro reptaban por las cuatro paredes de la habitación. ¡Cómo he disfrutado con esta presea no muy conocida del cine clásico! Por favor, volvamos la vista de vez en cuando a los clásicos. Es lo único que nos puede salvar de la mediocridad.
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