EN Semana Santa es de mal gusto hablar de política o de religión, si fueran cosas distintas. Es momento de otros asuntos, pero paseando estos días a barlovento del incienso es inevitable ver muchas similitudes entre los dos grandes protagonistas de ambas, Iglesias y Cristo. Ese mesianismo, esa melena, ese creerse Dios o ese verlos cada día crucificados en la prensa. Y no solo eso, las circunstancias políticas, o religiosas, de ambos también son muy similares. Víctor Hugo decía que no hay nada más poderoso que una idea a la que ha llegado su tiempo, que suele coincidir normalmente con un gran cabreo y desencanto de la gente con el poder. Los judíos no pasaban por su mejor momento con Yahveh, y Cristo supo capitalizar muy bien esa indisposición popular. La misma estrategia exactamente que tantos éxitos ha dado después a la izquierda, convertirse en "bancos de la ira", como dice muy bien Sloterdijk. Saber sacar provecho del cabreo y la angustia de los humildes. Ofrecer el Reino de los Cielos a una gente que está hasta el voto de vivir en el Infierno. Una receta demostradamente infalible, sobre todo si le añades una base de prepotencia del poder reinante, si la cocinas contra la estúpida simplicidad de pensar que crucificado el profeta se acaba la rabia.

Y nada más lejos de la realidad. Pretender desenmascarar a un profeta confiando en la racionalidad de sus fieles es el error tradicional del poder imperante. "Miren, nadie puede caminar sobre las aguas, ni ofrecer el Cielo, ni vencer a la Troika. No es un Dios, es un simple embaucador". Eso obviamente nunca ha funcionado, los que sufren tienden a creer más en los mesías y sus milagros que en la gente que se lava las manos con sus miserias, con el paro, con los Bárcenas, con los ERE y con todo. Prefieren soluciones irreales a sus problemas reales que soluciones reales a unos problemas irreales, como ser referencia museística mundial. Prefieren que les engañen con arte a que los engañen con el Arte, haya lo que haya de verdad en cualquiera de las dos promesas. Y es que nunca nadie dijo "dame Arte Moderno y llámame tonto", al menos en mi barrio. Se pueden servir falsas promesas, pero hay que maridarlas bien con el momento. Nadie duda de la valía de los nuevos museos. Lo que se duda, y mucho, es que los museos se coman.

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