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En el prólogo del libro que hace poco les recomendaba, La traducción del mundo (Alfaguara), Juan Gabriel Vásquez cita estos versos de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Insuperable retrato de dos privilegios de la edad: retirarse de cuanto no apetece y leer solo lo excelente –porque con los años se lee como se anda: teniendo cuidado donde se ponen el pie y los ojos– que procura mayor conocimiento del mundo, de los otros, de nosotros y de eso que llaman vivir. Añadiendo el lujo de releer por puro placer y sin sentirse culpable libros no doctos detectivescos o de aventuras. Y todo me parece, de alguna forma, nuevo. Otro privilegio de la edad porque, como escribe Vásquez citando al Adriano de Yourcenar, “la vida me ha aclarado los libros”.
Insuperable retrato, también, de la vivencia de la cultura como conversación con los difuntos. Lo que hoy es más cierto que nunca. Hubo un tiempo en que solo se oía la música que cada época producía: cuando en 1829 Mendelssohn dirigió la Pasión según san Mateo hacía casi un siglo que no se interpretaba. Las Variaciones Goldberg–otra cumbre– compuestas en 1741 no se oyeron en su forma original hasta la interpretación de Wanda Landowska en 1933. Hoy pueden oírse todas las variedades de la música compuesta en todas las edades. Hubo un tiempo en que solo se veían las películas que se exhibían en los cines de estreno o reestreno durante un período medio de cinco años. Hoy pueden verse la mayoría de las conservadas. La literatura se salvaba, relativamente, porque la imprenta existía desde el siglo XV, que por algo la invoca Quevedo en su soneto: “Las grandes almas que la muerte ausenta,/ de injurias de los años, vengadora, / libra (…) la imprenta”.
Miro las estanterías en las que tengo, aparte, los libros de los escritores más míos (o yo más de ellos) y compruebo que solo viven David Grossman y Svetlana Aléksievich. Los demás, desde Homero a Amos Oz, por citar los de más antiguo y más reciente fallecimiento, son difuntos con los que converso. Lógico, dirán, porque la literatura tiene más de 25 siglos. O quizás no. El cine tiene poco más de un siglo y los directores más míos murieron en 1963, 1973 y 1993 (¡año de aniversarios es este!).
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