Seguro que recuerdan cuando, el pasado septiembre, el consejero andaluz de la Presidencia, Elías Bendodo, advirtió de que la Junta iba a tomar "medidas drásticas" contra la epidemia para señalar ipso facto el concierto de la Orquesta Filarmónica de Málaga programado en la Plaza de Toros como convocatoria de alto riesgo. Uno habría esperado un dispositivo capaz de evitar aglomeraciones en la vía pública y protocolos de seguridad a cumplir sin remisión en espacios cerrados, pero no, se trataba de amedrentar a los abonados de la OFM, seguramente el público más disciplinado del planeta (como el de cualquier orquesta sinfónica) y más inclinado a hacer lo que le dicen, oiga, pero qué se ha creído, que puede usted ponerse a escuchar a Beethoven con la que está cayendo. El concierto se celebró finalmente con un aforo reducido a trescientos espectadores, lo que, en una plaza de toros (y, para más inri, con fines benéficos), resultó irremediablemente desangelado. Que las terrazas de la Malagueta estuviesen a la misma hora a reventar forma parte, parece, de un debate distinto: no hay que mezclar una cosa con otra para que la hostelería no se ponga nerviosa, por más que cuando uno va a un concierto se sienta donde le toca y no se quita la mascarilla ni para toser. Algunos meses después, lo que sí se ha llevado por delante la política implacable de la Junta de Andalucía han sido las funciones de la ópera de Rossini El barbero de Sevilla en el Teatro Cervantes y el ciclo de flamenco del Teatro del Soho, con dolorosos aplazamientos y un coste económico elevado (especialmente en el caso de la ópera, dado que el equipo técnico y artístico ya se había desplazado al Cervantes para los ensayos y el montaje escenográfico) por razones que nadie, ni siquiera la Junta, ha sabido explicar bien. Se trata de endurecer la normativa vigente para establecer como único criterio sanitario el metro y medio de distancia entre los espectadores, lo que hace inviable la actividad en teatros de ciertas dimensiones. Todo esto, con un comportamiento ejemplar de los responsables y sin un solo contagio asociado a estos espacios. Se trataba, parece, de cierto desagravio con el sector taurino una vez que se dio por perdida la Feria de Sevilla por el mismo escrúpulo: o todos, o ninguno. Mientras tanto, con perdón, las terrazas siguen llenas en horarios cada vez más tardíos. Pero mejor no comparemos. Que no se enfade nadie.

Difícilmente se podía haber gestionado peor este asunto. Desde que se dieran las mismas cancelaciones en Sevilla y en Granada a cuenta del mismo desagravio la influencia en la decisión del pulso taurino se da por cierta en todos los foros, pero nadie ha salido a expresar las razones ni a hacer política, que era de lo que se trataba. Tampoco ha tenido nadie la decencia de explicar por qué la aplicación de la normativa que servía hasta ahora (y a fe que servía: el reconocimiento de teatros y cines como espacios seguros es unánime y de hecho bien que presumía de ello la consejera Patricia del Pozo) de repente ya no sirve, cuando el nivel de contagios es hoy más bajo que el que se daba cuando la restricción no era tan acusada. Todo obedece, ciertamente, a un capricho absurdo, a una pataleta dada en caliente con tal de que, de nuevo, quien tiene aquí la sartén por el mango no se enfade. Lo bueno de esto es que cuando salga alguien de la Junta a pregonar los valores y la importancia de la cultura ya sabremos a qué atenernos. Ni están ni se les espera. Ni lo huelen. Mejor será que se pongan drásticos.

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