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Carlos Colón
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El mundo de ayer
El 14 de febrero de 1990, dos meses antes de que yo naciera, la sonda Voyager 1 tomó una foto de la Tierra a unos 6000 millones de kilómetros. Recuerdo las palabras que Carl Sagan escribió sobre ese punto azul pálido, oculto en la vastedad del espacio: “En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos de los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. […] Quizás no hay mejor demostración de la soberbia humana que esta imagen distante de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos más amablemente los unos a los otros y de preservar y apreciar el pálido punto azul, el único hogar que hemos conocido.”
Todo esto se nos olvida con frecuencia. Nos creemos únicos, sobre todo de niños. Antes de dedicarse a las matemáticas, mi hermano quiso ser geólogo, lo que a mí, que a la sazón tenía doce años, me pareció una decisión absurda. Las piedras son aburridas, y su muda dureza apenas promete ciertas variaciones de color y profundidad. Estaba muy equivocado: cualquier disciplina contiene los elementos necesarios para resultar fascinante, y no es raro encontrar a personas que dedican toda su vida a los más recónditos rincones de los más peregrinos oficios. La geología, cuando uno lee algo del tema, contiene secretos escritos en una lengua secreta y profunda. Todo conocimiento es autoconocimiento.
La principal virtud de la geología y de todas esas ciencias que se remontan a épocas profundas y míticas es tal vez la humildad con que nos bañan. Todos nuestros problemas, toda nuestra vida, parecen jugar un papel irrisorio. Cuando veo a un mosquito revolotear por mi casa, o imagino los ácaros que dormitan en mi sofá o en mi cama, o vislumbro esos bichitos minúsculos que nadan en mi vista enturbiada, pienso que ellos también, a su modo, tienen sus brillantes intuiciones, sus revoluciones calladas, sus atracciones fatales.
Es un alivio poder contemplar a veces nuestra vida desde esa distancia, pensar que mucho antes de levantar rascacielos erigimos castillos y templos y teatros, y antes pirámides y zigurats, y mucho antes de todo ello, escritos en un trozo de tibia o en una mandíbula rota, están los frágiles refugios que inventamos en el fondo de una cueva, mientras la noche y las bestias y el frío desplegaban sus alas, y que nada de lo que hagamos importa porque nos espera la muerte y el olvido.
Pero sí importa. Y aunque los humanos seamos los bichitos que nadan en la turbia mirada del tiempo, aunque cualquier piedra del campo haya visto más que un hombre, que un árbol o que un pájaro, cada hombre es la imagen de un hombre sin rostro, cada árbol y cada pájaro son muestras de un árbol y un pájaro que no dan sombra a ninguna tierra ni vuelan por ningún aire concreto y que son juguetes para los filósofos y encierran un nombre que ningún lenguaje puede enunciar. Y ese hombre sin rostro, esa luz que da luz a nuestras acciones y pensamientos, que algunos llaman Dios y otros destino, escribe cada segundo su historia. Tal vez la única que exista.
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