La estrella azul

Con una película, dos horas de luz en la oscuridad, se puede volver a amar la vida

Cuando yo era pequeño, todo el rato sonaban en mi casa los calmados punteos de la bossa nova, flautas de pan, el Legend de Bob Marley & The Wailers. Mi padre pasaba muchas horas en la cocina, y limpiaba y preparaba la cena con la radio puesta. Hoy, entre YouTube y Spotify, su casa parece a veces una tetería o la Fundación Tres Culturas: es fácil encontrarlo en el sofá o barriendo o tendiendo la ropa con un fondo de koras y de setares, de percusiones acuosas y de agudos cantos doloridos.

Con el tiempo fui adquiriendo sus mismos gustos. Supongo que a muchos hijos les pasa, y supongo también que, después de buscar los enredos de la música progresiva, todos acabamos volviendo a las fuentes más sencillas, que antes no nos decían nada y nos resultaban repetitivas y hoy nos parecen inagotables, profundas, esenciales. Tal vez por las mismas razones que con la edad empezamos a valorar el western o el cine negro, también empezamos a escuchar con otra actitud la música popular. Y entendemos que las mismas aguas abrevan a Quintero, León y Quiroga, a Woody Guthrie o a Atahualpa Yupanqui.

He estado pensando estos días en este viaje de ida y vuelta al que todos parecemos estar condenados, en esta nostalgia inevitable de la tierra y del pasado y de la sangre, del viento y el agua vivos y simples de otros tiempos que jamás vivimos y otros lugares que jamás pisamos, porque he visto La estrella azul. Un reguero de bocas y de orejas la ha traído hasta mí, y ahora es mi boca y son mis dedos los que se la traen a ustedes. Es maravillosa.

Es la historia de un rockero zaragozano, Mauricio Aznar, y de su relación con el argentino Carlos Carabajal, afamado compositor de chacareras en Santiago del Estero, en la otra punta del mundo, al que Mauricio conoce de rebote cuando busca la casa de Atahualpa Yupanqui en Cerro Colorado. Carabajal le enseña todo a Mauricio, le abre su casa, lo integra en su familia, le incrusta el ritmo de la chacarera, le enseña a agarrar bien la guitarra, con el mástil mirando al cielo. Mauricio tal vez no le enseñe nada, pero le ofrece su vida entera, y es como si las aguas lentas del río Dulce le fueran disolviendo el dolor que lo ensombrecía, mientras se convierte al rito de los Carabajal, a ese culto de palabras viejas y fáciles y suficientes: de cielos y montañas, de caballos y flores, de almas y de amores.

No sé si por la música, la misma música que escuché tantas veces de niño, o por la huida del mundo mío, tan rápido y vacío, volví a la calle como recién salido del Jordán. Con pocas palabras y acordes se puede armar un mundo. Con una película, dos horas de luz en la oscuridad, se puede volver a amar la vida.

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