La vida del silencio

Me gusta imaginar que lo que buscamos, sea un teorema o el sentido de nuestra vida, está sobrevolando nuestro entorno

En 1637, el abogado francés Pierre de Fermat, gran aficionado a las matemáticas, escribió en el margen de uno de sus libros, la Arithmetica de Diofanto, que había logrado refutar una conjetura sobre potencias de números enteros, pero que el margen era muy pequeño como para escribirla ahí. Nadie encontró nunca la demostración que Fermat aseguraba haber obtenido, y ya muerto, cuando alguien descubrió sus papeles, comenzó una búsqueda incesante. A partir de entonces, durante 350 años, muchos matemáticos trataron de hallar aquella demostración, y todos fracasaron.

¿Todos? ¡No! Andrew Wiles, inglés pelirrojo con cierto aire a Napoleon Dynamite, lo logró en 1994. Wiles contó más tarde que el momento en el que aquella búsqueda, que lo había obsesionado durante años, arrojó ante él el resultado deseado, “fue tan indescriptiblemente hermoso, tan sencillo, tan elegante, que no podía entender cómo no me había percatado antes, y me quedé mirándolo veinte minutos sin creérmelo del todo. Más tarde me pasé por el departamento y estuve echándole vistazos a mi escritorio, sólo para comprobar que seguía ahí. Y ahí seguía”.

Wiles temía, basado en cierto fatalismo mágico, que los papeles y pizarras que contenían sus cálculos se desintegrarían, tal vez porque le parecía imposible que existieran, que lo imposible fuera posible. Me gusta imaginar que lo que buscamos, sea un teorema o el sentido de nuestra vida, está sobrevolando nuestro entorno, cada vez más cerca, y que está esperando a cruzar su invisible mirada con la nuestra para fundirse con nuestro destino.

Esto me hace pensar en el vacío, en el silencio, en el futuro, y en todos los modos en que lo indeterminado adopta una forma final. Siguiendo a Platón, aquella demostración estaba ahí antes de descubrirla, y Wiles temía que se le escapara de nuevo para no volver. Del mismo modo, nuestra vida entera está ahí, lista para que las moiras la vayan desovillando. Siento, al pensar en lo que traerán los años, lo que tal vez sentía San Agustín al ver a su mentor, Ambrosio de Milán, de quien se dice que fue el primero en leer sin mover los labios. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? ¿Qué estará pasando en esa vida aún no vivida que estoy condenado a vivir?

¿Qué decía su silencio? Tal vez lo mismo que los cuentos de Hemingway, tan escuetos que uno al principio quizás no entiende, pero nos dicen más cuantos más años pasan. En sus espacios sin palabras habitan el dolor, los recuerdos, las ilusiones perdidas. Y las esperanzas, a las que vamos a visitar de vez en cuando, temerosos y cansados, para ver si aún siguen ahí.

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