La tribuna

Javier González-Cotta

El fabuloso mundo Calatrava

29 de octubre 2016 - 01:00

DE Llàtzer Moix, actual subdirector de La Vanguardia, aún recordamos su impagable obra anterior, Arquitectura milagrosa, que fijaba su mirada crítica en los delirios arquitectónicos de aquella España manirrota de antes de la burbuja inmobiliaria. Ahora acaba de publicar un nuevo libro, pero que viene a ser como una adenda respecto a aquel otro. El título ya nos resulta tentador: Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio. Irresistible. Se trata de casi una biografía rigurosamente no autorizada acerca de Santiago Calatrava, el arquitecto estrella valenciano que tanto deslumbrara en décadas pasadas. La fotografía de portada ilustra el controvertido Complejo Buenavista de Oviedo, esa especie de colosal centollo (el centollu lo llaman allí) encajonado entre el caserío y la neblina de la otrora Vetusta de Clarín.

Lo primero que hay que decir es que el autor no ha escrito este libro para hacer saña de la figura -hoy casi defenestrada- de Calatrava. A través de un viaje crítico por gran parte de sus suntuosas obras, aquí se elogia lo que merece ocasional elogio. Pero Calatrava trasciende lo meramente arquitectónico. Su nombre nos retrotrae a una época en la que la arquitectura deslumbrante se convirtió en España en una idea de negocio estético, en un espejo de Narciso para alcaldes y presidentes autonómicos con veleidades de inmortalidad.

Todos querían su Calatrava. El untuoso Alberto Ruiz-Gallardón, en sus años de alcalde de la Villa y Corte, quiso cauterizar la herida de que en Madrid no existiese una obra del cotizado demiurgo (se erigió al fin la columna dorada de Caja Madrid, "93 metros de altura que le hacen cosquillas al cielo"). Ni que decir tiene que los años del Calatravato -como los llama con gracia Llàtzer Moix- están asociados a las regalías que sobre todo se prodigaron en los oscuros despachos de Baleares (Jaume Matas) y de la Comunidad Valenciana (Francisco Camps). La Ciudad de las Artes de Valencia ilustra al pávido paseante lo que uno de los entrevistados confiesa al autor. Esto es, la manera de hacer del calatravismo, basado "en la desconsideración por parte del arquitecto de las estrictas necesidades reales de su cliente".

Si la sapiencia clásica de Vitruvio elogiaba en arquitectura la virtud de la firmitas (firmeza, solidez), el valenciano siempre buscó erigir obras dinámicas, de una fantasía curva. De entre sus planos y dibujos (Calatrava era un dibujante incansable y hasta pelmazo) siempre emanaba como una idea narcótica de audacia, pero que pronto rayaba la temeridad. Sus críticos le achacan que carecía de un canon ingenieril. Todo lo apostaba por la agresividad estética, atenuada a veces por una extraña idea de levedad elefantiásica. Así, por ejemplo, el Auditorio Adán Martín de Tenerife (1991-2003), con su ola rompiente de 58 metros de altura. O el Milwaukee Art Museum (1994-2001), con sus móviles alerones como de albatros. O el Centro Atlético Olímpico para Atenas 2004, unión sincrónica entre la arquitectura estelar y la búsqueda, entre religiosa y servil, del impacto televisivo.

Hablar de Calatrava es hablar también de sus controvertidos puentes. En Sevilla nos legó el puente del Alamillo (ni ingeniería ni escultura artística a decir de sus detractores). Como en todas las obras aquí citadas, el autor recorrió el lugar del crimen (marzo de 2014) para valorar la obra a través del tiempo, juez supremo. El Alamillo presenta hoy las mismas deficiencias de ayer, disimuladas si acaso por la gracia de los grafitos y las súbitas poesías de amor hormonal ("Lina, qué lindos son tus pechos de 120"). El puente Zubi Zuri de Bilbao se convirtió en el puente de los batacazos para los viandantes. Y el más austero puente de la Constitución de Venecia, repudiado por los sufridos venecianos, también pasó a ser el puente de los resbalones.

Calatrava hizo del uso mixto del hormigón, el metal y el vidrio un sortilegio infalible. Aparte, el arquitecto se confesaba deudor de la Madre Naturaleza. Por eso gustaba concebir edificios como ojos con párpados, flores cuyos pétalos se abren al alba, oleajes marinos, pájaros de alas ingrávidas… En este punto nos parecería un Niemeyer del Turia, por cuanto el longevísimo arquitecto brasileño decía inspirarse no en la línea recta, dura e inflexible creada por el hombre, sino en la curva libre, sensual, la misma curva que creía hallar en las montañas de Brasil, en sus ríos sinuosos, en las olas del mar.

Ni que decir tiene que Calatrava siempre se ha asociado a la increíble falta de control de gasto entre el proyecto y la ejecución. El lector quedará pasmado por la alegría con la que se citan aquí los miles de millones de euros derivados de gastos casi marcianos. Por todo ello el de Llàtzer Moix, ejemplo del más puro periodismo cultural, viene a ser también el libro de contabilidad de todos los derroches, tanto hispánicos como mundiales. Pero claro, al menos en España, el contribuyente lo pagaba todo por entonces, cuando Eldorado.

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