Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Acuerpo gentil. Las escenas onduladas de julio son un mar de cuerpos contradictorios. Las lorzas y sobrealimentación morena se enfrentan a venus y apolos de gym. Un ir y venir de peña en mallas que contrasta con las formaciones de tortuga y los fortines Comansi, defendidos por una red de sombrillas, neveras, sillas de quita y pon, y un tinto de verano más. Julio se va despidiendo con noticias calenturientas y encabronantes, pero ya estamos saturados de tanta mala baba. Andamos a otras cosas, con la mente en las vacaciones, un poco de sosiego y que nos dejen vegetar a nuestra bola en paz. O machacarnos haciendo flexiones y ejercicio en el gimnasio al aire libre.
En Cenacheriland hay tribus ocultas al borde de la arena esperando su turno en las máquinas de ejercicio. También grupos que hacen sus rutinas y calistenias con monitores de fortuna. El entrenador personal espabilado que, al ritmo de un altavoz portátil, hace sudar con alegría a su pupilaje. Cosas de la vida sana o la economía. Incluso de la socialización.
El resultado es que nuestras playas y paseítos marítimos cada día se parecen más a los de Miami Beach o a las californiqueras estampas de Venice. Son calcos de las películas noventeras, pero sin melenones cardados. Ellas van con la coleta apretada y ellos, con el pelo al cero. Patinadoras con auriculares y tipos mazados dándole a las flexiones y musculando los bíceps sobre el césped artificial. La gente joven se cuida. Y los boomers, también. Ya sea paseando o nadando millas náuticas entre boyas amarillas.
La tendencia que ha calado con ahínco es la plaga de tablas de paddle surf y demás artefactos hinchables a remo. Ya llevamos varios sucesos de gente a la que se la lleva la resaca y luego hay que salir a rescatarla. El material deportivo es más accesible que nunca, y cualquiera se puede pertrechar a su gusto para personalizar el susto o la lesión.
Los que manejamos hechuras de chatarra nos conformamos con que la camiseta nos marque menos la panza, y también disimulamos la calva con una gorra de equipo de béisbol, deporte del que no tenemos la más remota idea.
Y ese es el fin del verano urbanita: dejar que el tiempo nos atraviese sin agobios ni terrales, en buena compañía, que nos respete la salud y, sobre todo, la paciencia infinita.
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