EN una universidad de España, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que enseñaba un profesor de los de apunte sobaquero, ideología antigua y alumno corredor. Café y tostada con algo más de manteca que pan las mañanas lectivas, ensaladas variadas la más de las noches, arroz tres delicias los sábados y alguna pizza por añadidura los domingos consumían tres partes de su nómina. El resto de ella concluían pantalón vaquero de marca, calzado deportivo con calcetines de lo mismo, y los días entre semana se honraba con su camisa blanca del más puro tergal arremangada hasta los codos.

Frisaba la edad de nuestro profesor con los cuarenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, aniñado de rostro, tez macilenta, algo encorvado y de abundante cabellera que gustaba mostrar en coleta. Quieren decir que tenía un sobrenombre religioso, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Iglesias. Pero esto importa poco a nuestro cuento. Es pues de saber que este sobredicho profesor universitario los ratos que estaba ocioso (que eran lo más del año tal y como es natural) se daba a leer libros de política con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la enseñanza. Y ninguno de aquellos libros los encontraba tan bien como los compuestos por Carlos Marx, porque sus opiniones le parecían de perlas. Y así, desvelándose por entender y desentrañar las razones del capital, plusvalías y luchas de clases, el pobre profesor fue perdiendo el juicio.

En resolución, engolfado con tantos disparates leídos en las noches y tantos dislates pensados con las claras, se le secó el cerebro. Se le asentó en la imaginación con fuerza que todo lo leído era verdad, y veía tan factible los hechos narrados de Hugo Chávez, Fidel Castro, Stalin o Lenin, que llegó a sentirlos como suyos, terminando por ver desafueros hasta en la pescadería del barrio, donde tildaba a la pescadera de opresora y de oprimidas a las pijotas. Y de este modo vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse político andante, e irse por las Españas con su labia en ristre a deshacer todo género de castas, y poniéndose en ocasión de ganar elecciones con las que descalabrar partidos viejos y amedrentar ricos nuevos.

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