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El 29 de agosto de 1991 la Mafia asesinó a Libero Grassi, un empresario textil de Palermo que se había negado a pagar el pizzo. Los ánimos, por ello, estaban inflamados en el país cuando mi avión aterrizó en Fiumicino una mañana de septiembre. Yo era por entonces un estudiante universitario que llegaba a Italia con la intención de acabar la carrera y empaparme de una cultura que me fascinaba. Como a tantos extranjeros curiosos, me sedujo inmediatamente el fenómeno de Cosa Nostra, tan lejano y tan cercano a la vez, metáfora y patología del poder.
Todo el mundo, en la calle y en la televisión, hablaba de Giovanni Falcone, el juez que, junto a Paolo Borsellino y el resto de magistrados del Pool, había conseguido la mayor condena de mafiosos de la historia de Italia. Falcone y Borsellino se sabían condenados a muerte, pero eso no les hizo claudicar ni debilitó lo más mínimo su estricto sentido del deber. La suya no era una misión divina, sino un empeño cívico y democrático de envergadura: la recuperación de la confianza en las instituciones en un territorio donde el Estado estaba trágicamente ausente. Contaban con algunos aliados y, enfrente, con un sinfín de enemigos.
A pesar de las infinitas zancadillas, la Corte de Casación confirmó el 30 de enero de 1992 la mayoría de las sentencias emitidas años atrás en el maxiproceso de Palermo. Era la peor humillación sufrida por la Mafia y los magistrados palermitanos se habían convertido en enemigos públicos de la organización. Por eso, Cosa Nostra, habitualmente paciente, esta vez tenía prisa. Para matar a Falcone no dudó en levantar, con un potente explosivo, quinientos metros de la autopista que va desde el aeropuerto de Punta Raisi a Palermo. Era el 23 de mayo de 1992. Su amigo Paolo Borsellino trabajó, desde entonces, como un poseso, día y noche. Alguien se preocupó por su salud. "Es lo que tengo que hacer, tengo poco tiempo". 57 días, exactamente. El 19 de Julio un coche bomba aparcado cerca del portal de su madre reventó al juez y sus escoltas.
Falcone lo dejó dicho en el libro que escribió con la periodista Marcelle Padovani y que compré en la librería Feltrinelli de Siena unos días antes de que lo asesinaran: "La Mafia golpea a los servidores del Estado que el Estado no protege". Hoy se cumplen 30 años de aquella infamia, en la que hubo asesinos de pensamiento, palabra, obra y omisión.
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